"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de julio de 2025

PUERTAS ABIERTAS

 



Evangelio (Mt 13,47-53)


Asimismo el Reino de los Cielos es como una red barredera que se echa en el mar y recoge toda clase de cosas. Y cuando está llena la arrastran a la orilla, y se sientan para echar lo bueno en cestos, y lo malo tirarlo fuera. Así será al fin del mundo: saldrán los ángeles y separarán a los malos de entre los justos y los arrojarán al horno del fuego. Allí habrá llanto y rechinar de dientes. ¿Habéis entendido todo esto?


– Sí -le respondieron.


Él les dijo:


– Por eso, todo escriba instruido en el Reino de los Cielos es como un hombre, amo de su casa, que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas antiguas.


Cuando terminó Jesús estas parábolas se marchó de allí.


PARA TU RATO DE ORACION 


ALGUNOS APÓSTOLES eran pescadores del mar de Galilea. Al convivir con ellos, Jesús se familiarizó con las faenas de su oficio; o bien las conocía de antes por desplazamientos a otras poblaciones costeras. Sea de un modo o de otro, muchos de los que acudían a escuchar su predicación vivían en los pueblos situados en los alrededores del lago. Por eso, no es extraño que el Maestro ilustre sus enseñanzas con ejemplos de barcas, redes y peces: «El Reino de los Cielos es como una red barredera que se echa en el mar y recoge toda clase de cosas. Y cuando está llena la arrastran a la orilla, y se sientan para echar lo bueno en cestos, y lo malo tirarlo fuera» (Mt 13, 47-48).


Jesús compara su Reino con una red que recoge peces de todo tipo. Los apóstoles sabían bien que en el lago había muchas especies, pero no todas tenían la misma calidad. Cuando echaban la red barredera, no se detenían a clasificar lo que iban capturando: ya lo harían después, en la orilla, cuando llegue la hora de la selección. Entonces dejarán las redes en la arena y comenzarán la división: los aprovechables se recogerán en cestas, y los malos se tirarán fuera.


La red barredera es, en cierto sentido, una imagen de la Iglesia, que tiene gran parte en traer el Reino de Dios a la tierra. También en la Iglesia coexisten todo tipo de peces, y así sucederá hasta el final de los tiempos. Nosotros mismos luchamos para, a través del camino de la humildad, no ser esa parte que se tira fuera. La Iglesia es «un pueblo santo, compuesto por criaturas con miserias: esta aparente contradicción marca un aspecto del misterio de la Iglesia –señalaba san Josemaría–. La Iglesia, que es divina, es también humana, porque está formada por hombres y los hombres tenemos defectos: todos somos polvo y ceniza»[1]. Al mismo tiempo, sabemos que estas debilidades no conforman el panorama definitivo del pueblo de Dios. Por su gracia, siempre podemos percibir signos de santidad en las personas que nos rodean y en quienes nos apoyamos; ellas nos muestran «el rostro más bello de la Iglesia»[2].


LA IGLESIA es santa porque su fundador, Cristo, es santo. «Él se entregó por ella para santificarla, la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la llenó del don del Espíritu Santo para gloria de Dios»[3]. Sus hijos la amamos porque en ella está Jesús y en ella encontramos los medios de santificación, la doctrina y los sacramentos.


Los cristianos también estamos llamados a esa santidad. En efecto, no se trata de llevar una existencia perfecta, sin defectos; de hecho la Iglesia es santa aunque en su seno se encuentren personas con debilidades. Por eso lo decisivo en la santidad no es tanto la ausencia de errores –algo imposible, por otra parte–, sino el deseo vivo de permanecer en unión con Cristo, que sea él quien tome las riendas de nuestra vida del mismo modo en que él guía a la Iglesia.


«La santidad se mide por la estatura que Cristo alcanza en nosotros, por el grado como, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida según la suya»[4]. Cada santo refleja el rostro de Jesús. De ahí que, en el fondo, la santidad sea «vivir en unión con él los misterios de su vida. Consiste en asociarse a la muerte y resurrección del Señor de una manera única y personal, en morir y resucitar constantemente con él. Pero también puede implicar reproducir en la propia existencia distintos aspectos de la vida terrena de Jesús»[5]. Contemplar estos misterios nos ayudará a manifestarlos en el día a día, adecuados perfectamente a nuestro temperamento y a nuestra manera de ser, purificándolos. Con la lectura frecuente del Evangelio podemos empaparnos de ese modo de ser de Cristo y forjar en nosotros su imagen para reflejarla en el mundo.


EN LA IGLESIA conviven la belleza de la santidad, con la fealdad del pecado; la grandeza de corazones generosos, con la mezquindad de otros; la fortaleza que llega hasta el heroísmo, con la debilidad que puede acabar en traición. Por eso, nuestra Madre es santa y, a la vez, en sus fieles, siempre necesitada de purificación y conversión. En cualquier caso, además de empeñarnos humildemente en nuestra propia santidad, «cuando el Señor permita que la flaqueza humana aparezca, nuestra reacción ha de ser la misma que si viéramos a nuestra madre enferma o tratada con desafecto: amarla más, darle más manifestaciones externas e interiores de cariño. Si amamos a la Iglesia no surgirá nunca en nosotros ese interés morboso de airear, como culpa de la Madre, las miserias de algunos de los hijos»[6].


En numerosas ocasiones, Jesucristo predicó que no había venido a curar a los que estaban sanos, sino a los enfermos. Con sus palabras y sus gestos manifestaba que estaba más interesado en los pecadores que en los que se creían ya justificados. Por eso, en su día a día el Maestro no dudaba en acercarse a aquellos que, exteriormente, podía parecer que estaban lejos de Dios: les dirigía su palabra, les invitaba a vivir con él y a seguirle.


La familia que Jesús formó con sus seguidores no era una comunidad de hombres y mujeres perfectos, cerrada en sí misma. Por eso, la Iglesia está llamada a ser también una casa con las puertas abiertas para que todos los que quieran puedan entrar, sin distinción alguna, pues la misericordia de Dios «quiere que todos se salven» (1 Tm 2,4). Las puertas de nuestro corazón estarán siempre abiertas para que cualquiera pueda saciar su sed de Dios. Podemos pedir a María, Madre de la Iglesia, que sepamos reflejar en nuestra vida el rostro del santo pueblo de Dios.




30 de julio de 2025

EL MATRIMONIO ES UNA VOCACIÓN

 


Evangelio (Mt 13,44-46)


El Reino de los Cielos es como un tesoro escondido en el campo que, al encontrarlo un hombre, lo oculta y, en su alegría, va y vende todo cuanto tiene y compra aquel campo.


Asimismo el Reino de los Cielos es como un comerciante que busca perlas finas y, cuando encuentra una perla de gran valor, va y vende todo cuanto tiene y la compra.



PARA TU RATO DE ORACION 



LA MAYORÍA de las personas sabe reconocer un trabajo bien hecho, especialmente si está relacionado con su ámbito de interés. Un cocinero, un arquitecto o un escritor pueden apreciar con mayor profundidad las virtudes de un plato de comida, de un edificio o de una novela, respectivamente. Jesús se sirvió de esta experiencia para explicar el Reino de Dios. Un comerciante de perlas, por su oficio, sabe detectar casi al instante si una joya es auténtica o no. Si da con una que tiene un gran valor, podemos imaginar el deseo que nacerá en él de hacer lo necesario para conseguirla. Aunque a ojos de los demás pueda parecer idéntica a las otras, no es así: el comerciante sabe reconocer lo que hace única a esa joya.


«Dios elige y llama a todos»[1]. Además de la vocación a la vida, y de nuestra vocación bautismal, el Señor da también a todos los hombres una vocación única y particular, una perla que cada uno puede descubrir. El corazón humano, como el del comerciante, permanece a la búsqueda de aquello que le puede satisfacer plenamente. Y es precisamente la respuesta fiel a las llamadas de Dios lo único que puede dar cumplimiento a esos anhelos. El resto de joyas –el éxito, la comodidad, el placer, el dinero– solo pueden conseguir una felicidad relativa, superficial, más relacionada con el bienestar que con una vida plena junto a Cristo.


«¡Nos creaste, Señor, para ser tuyos, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en Ti!»[2], señalaba san Agustín. Cuando el comerciante descubrió esa gran perla, es fácil suponer que no descansaría en paz hasta que hubiera podido vender todo lo que tenía. Podría parecer una temeridad empeñar todo su patrimonio para conseguirla, pero, en realidad, sabía que no quedaría defraudado. No quiso conformarse con el atractivo de pequeños diamantes porque había dado con la perla que daba aún más sentido a su propia vida.


TODA VOCACIÓN despierta con un descubrimiento sencillo pero cargado de consecuencias: la convicción de que la verdad de nuestra vida no consiste en vivir solo para nosotros mismos, sino también para los demás. Uno se da cuenta de que en su vida ha recibido mucho amor y que está llamado a eso mismo: a dar amor. Además, también advertimos que hemos recibido muchos dones de Dios para ponerlos a disposición de los demás. Y para muchos, ese camino para dar amor se encuentra en el matrimonio, que es algo bien distinto de una forma de gratificación o una costumbre social: es un don divino. «El matrimonio basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la relación de Dios con su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano»[3].


Dios llama a los esposos a ayudarse, a cuidarse, a vivir por el otro: ahí radica el secreto de su realización personal. Vivir significa, en toda la profundidad del término, dar vida. Así vivió Jesús: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10). Así vivieron también José y María, con el amor más sencillo, delicado y feliz que habrá existido sobre la tierra, cuidando el uno del otro, y cuidando sobre todo de la Vida hecha carne.


A nadie escapa que este camino presenta contrariedades: incomprensiones, faltas de comunicación, dificultades materiales, problemas con los hijos… «Tendría un pobre concepto del matrimonio y del cariño humano quien pensara que, al tropezar con esas dificultades, el amor y el contento se acaban»[4]. El día en que un hombre y una mujer se casan, responden «sí» a la pregunta acerca de su amor recíproco. Sin embargo, la verdadera respuesta llega con la vida: la respuesta se debe encarnar, se debe hacer a fuego lento en el «para siempre» de ese sí mutuo. Y ese sí de la vida entera, conquistado una y otra vez, se va volviendo cada vez más profundo y auténtico.


SAN JOSÉ encontró la perla en María y en Jesús. Desde que Dios le pidió que los custodiara, dedicó todos sus pensamientos y sus fuerzas a esa misión. Puso en juego su inteligencia y su iniciativa, pero también supo abandonarse confiadamente a la voluntad de Dios, pues el modo en que se iban cumpliendo los designios divinos no siempre coincidía con sus planes humanos. Como en la vida del santo patriarca, también en la nuestra a veces hay eventos «cuyo significado no entendemos. Nuestra primera reacción es a menudo de decepción y rebelión. José deja de lado sus razonamientos para dar paso a lo que acontece y, por más misterioso que le parezca, lo acoge (...). La vida espiritual de José no nos muestra una vía que explica, sino una vía que acoge. Solo a partir de esta acogida, de esta reconciliación, podemos también intuir una historia más grande, un significado más profundo»[5].


Acoger lo inesperado, aceptarlo de corazón, exigió a san José renovar repetidas veces su fidelidad: fiarse de nuevo de Dios en las cambiadas circunstancias, prescindir otra vez de las seguridades humanas que había logrado, volver a ponerse al servicio del Señor tras haberse modificado la situación. De este modo actualizaba su sí a la llamada original de Dios: no era algo fruto de la inercia, sino que continuamente se renovaba ante lo que el Señor le iba pidiendo. Su fidelidad no fue una simple repetición de actos, sino que fue creativa, abierta a los nuevos desafíos que se presentaban. San José nos puede ayudar a confiar en la perla que nos ofrece Dios y que nos lleva, como él lo hizo, a poner a Cristo y a María en el centro de nuestro corazón.




29 de julio de 2025

SANTA MARTA

 



Evangelio (Mt 13, 36-43)


Entonces, después de despedir a las multitudes, entró en la casa. Y se acercaron sus discípulos y le dijeron:


—Explícanos la parábola de la cizaña del campo.


Él les respondió:


—El que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los hijos del Reino; la cizaña son los hijos del Maligno. El enemigo que la sembró es el diablo; la siega es el fin del mundo; los segadores son los ángeles. Del mismo modo que se reúne la cizaña y se quema en el fuego, así será al fin del mundo. El Hijo del Hombre enviará a sus ángeles y apartarán de su Reino a todos los que causan escándalo y obran la maldad, y los arrojarán en el horno del fuego. Allí habrá llanto y rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre. Quien tenga oídos, que oiga.



PARA TU RATO DE ORACION 


JESÚS no puede caminar cerca de la aldea donde viven sus amigos sin pasar a visitarlos. La espontaneidad con la que el evangelista Lucas nos narra la escena subraya esa profunda confianza que existía entre el Señor y los tres hermanos de Betania: Marta, María y Lázaro. No hacía falta que anunciara su llegada; ni siquiera era necesario que se preocupara de llevar algún regalo. Sabía que siempre era bienvenido y que sus amigos se alegraban con su presencia y con la posibilidad de manifestarle su cariño. El evangelio nos dice que Marta recibió a Jesús al llegar a la casa. Es fácil imaginarse la emoción que le debió de invadir cuando vio llegar al Maestro. Pero a esa alegría le acompañaría también cierto nerviosismo. Como buena dueña del hogar, quiere que la estancia de su amigo sea lo más agradable posible, así que rápidamente se pone manos a la obra. Mientras él habla, Marta sigue las costumbres de toda anfitriona: facilita el agua para purificar las manos, dispone un poco de aceite para ungir la cabeza… Al mismo tiempo, se esmera para que los platos lleguen en el momento justo y en que no falte nada. Este es el modo que tiene para expresar su amor al Señor.


Pero la agitación del trabajo quizá empieza a ser más de la esperada. Su estado de ánimo se angustia poco a poco. Mientras sigue realizando los servicios, continúa razonando para sus adentros. Se agobia por no llegar y, en un fácil cálculo, llega a la conclusión de que, si su hermana María la ayudase, todo cambiaría. Ella, por su parte, está sentada a los pies del Señor. Por eso, ante su aparente impasividad, Marta se planta delante de Jesús: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en las tareas de servir? Dile entonces que me ayude» (Lc 10,40). Marta podría haber disimulado su apuro, su desasosiego; podría haberse acercado discretamente a su hermana, procurando que nadie lo notase, y requerir su ayuda. En cambio, ha optado por dirigirse abiertamente al Maestro y se siente «incluso con el derecho de criticar a Jesús»[1]. Pero, a fin de cuentas, esta es también una manifestación más de cercanía con el Señor, pues ante un buen amigo no hay necesidad de camuflar lo que uno piensa. Podemos pedir a santa Marta que nos ayude a tener esa misma familiaridad con Jesús, a mostrarnos tal como somos cuando hablamos con él, aunque a veces esa sea la oportunidad para que el Maestro nos muestre una mejor manera de ordenar nuestra vida.


JESÚS no responde a la frustración de Marta con palabras duras. Conoce su buena intención. Por eso, en señal de especial cariño, se dirige a ella con la repetición de su nombre: «Marta, Marta, tú te preocupas y te inquietas por muchas cosas. Pero una sola es necesaria: María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada» (Lc 10,41). En ningún momento el Señor le reprocha a Marta no hacer lo que corresponde. Tampoco la invita a sentarse a sus pies, como María, y a olvidarse de los deberes del hogar. ¿Cómo habrían podido comer y descansar del viaje el resto de acompañantes? El cambio que le pidió era, principalmente, interno: le invitaba a vivir sus quehaceres con otra actitud. Marta estaba haciendo muchas cosas, pero se había olvidado de lo más importante: Jesús estaba en su casa y ella quizás no escuchaba sus palabras.


Muchas veces, durante el día, podemos sentirnos desbordados como Marta. Tal vez pensamos que nuestras obligaciones laborales o familiares hacen imposible encontrar el tiempo que nos gustaría para el trato con Dios. Sin embargo, Jesús no nos propone que dejemos de lado nuestros deberes. Como a Marta, nos invita precisamente a encontrar al Señor en esas ocupaciones, a realizar cada tarea sabiendo que el Señor se encuentra siempre en la casa de nuestra alma. De este modo, el trabajo se convierte en un acto de amor constante, un «te quiero» continuo que va más allá de lo que podamos repetir con nuestros labios o con nuestros pensamientos. «Sobran las palabras –señala san Josemaría–, porque la lengua no logra expresarse; ya el entendimiento se aquieta. No se discurre, ¡se mira! Y el alma rompe otra vez a cantar con cantar nuevo, porque se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios, a todas horas»[2].


NO FUERON las obras en sí las que distrajeron a Marta de Jesús. La ilusión santa por ofrecerle una buena y reparadora acogida acabó derivando en la tensión y en la angustia porque no llegaba a todo lo que se había propuesto. Había perdido de vista la finalidad de todas sus acciones. Quizá estaba realizando todos esos detalles de servicio por inercia, como lo haría con cualquier otro invitado. Pero Jesús le anima a no olvidar lo verdaderamente importante: Dios estaba en su casa. No estaba simplemente cumpliendo con su cometido de anfitriona: estaba haciendo descansar al Señor. «El problema no es siempre el exceso de actividades, sino sobre todo las actividades mal vividas, sin las motivaciones adecuadas, sin una espiritualidad que impregne la acción y la haga deseable. De ahí que las tareas cansen más de lo razonable, y a veces enfermen. No se trata de un cansancio feliz, sino tenso, pesado, insatisfecho y, en definitiva, no aceptado»[3].


A todos los que deseamos encontrar a Dios en medio del mundo nos puede ocurrir como a Marta. Tenemos muchas cosas entre manos que requieren nuestra atención y nuestro esfuerzo constante. Esto, como es lógico, produce cansancio. Sin embargo, cuando sabemos que todo ese trabajo tiene un sentido más grande del que podemos intuir en un primer momento, es más difícil que esa fatiga pueda quitarnos la paz, porque sabemos que nuestro éxito no es medible con cálculos humanos. En el diálogo personal con Dios podemos redescubrir que todo lo que hacemos está dirigido a amarle; que nos hacemos cargo de este mundo porque es el suyo. De este modo, no nos moveremos simplemente por inercia o por lo que marquen las circunstancias, sino por el deseo de encontrar al Dios escondido en cada cosa que hacemos. «Sin amor, hasta las actividades más importantes pierden valor y no dan alegría. Sin un significado profundo, toda nuestra acción se reduce a activismo estéril y desordenado. Y ¿quién nos da el amor y la verdad sino Jesucristo?»[4]. ¿Y a quién podemos pedir que interceda por nosotros en esta misión de amar a Dios en nuestro trabajo cotidiano si no es a santa María?




28 de julio de 2025

Luchar en primera línea


 Evangelio  Mateo 13, 31-35


En aquel tiempo, Jesús propuso esta otra parábola a la muchedumbre: “El Reino de los cielos es semejante a la semilla de mostaza que un hombre siembra en su huerto. Ciertamente es la más pequeña de todas las semillas, pero cuando crece, llega a ser más grande que las hortalizas y se convierte en un arbusto, de manera que los pájaros vienen y hacen su nido en las ramas”.


Les dijo también otra parábola: “El Reino de los cielos se parece a un poco de levadura que tomó una mujer y la mezcló con tres medidas de harina, y toda la masa acabó por fermentar”.


Jesús decía a la muchedumbre todas estas cosas con parábolas, y sin parábolas nada les decía, para que se cumpliera lo que dijo el profeta: Abriré mi boca y les hablaré con parábolas; anunciaré lo que estaba oculto desde la creación del mundo.



PARA TU RATO DE ORACION 


PARA DESCRIBIR la lógica con la que funciona su reino, el Señor usa la parábola del grano de mostaza. «El Reino de los cielos se parece a un grano de mostaza que uno toma y siembra en su campo; aunque es la más pequeña de las semillas, cuando crece es más alta que las hortalizas; se hace un árbol hasta el punto de que vienen los pájaros del cielo a anidar en sus ramas» (Mt 13,31-32). En Oriente se cultivaba esta planta cuya semilla era proverbialmente pequeña: en efecto, en el lenguaje ordinario se decía «pequeño como un grano de mostaza». Sin embargo, la planta que de ella crecía llegaba a ser llamativamente grande: alcanzaba tres o cuatro metros, con una base leñosa, y en sus ramas podían refugiarse los pájaros.


El grano de mostaza, diminuto como la cabeza de un alfiler, posee en sí una enorme vitalidad: está llamado a expandirse y a acoger en su vida las de otros muchos vivientes. Por eso sirve como símbolo del Reino de Dios. Para hacerlo crecer en la tierra, Jesús no puso en práctica un programa de predominio político, ni eligió realizar una potente campaña mediática, ni optó por manifestarse de manera clamorosa al mundo entero, como podría haber hecho. Al contrario, su plan fue comenzar con la pequeña semilla de doce pescadores, unas cuantas mujeres -algunas de ellas anónimas, al menos para nosotros- y otros muchos discípulos sin especial relieve social ni cultural. Todos ellos fueron sus testigos. La fuerza que tuvieron radicó en la autenticidad de sus vidas, en cómo llevaron hasta las últimas consecuencias, por amor, lo que Cristo les había revelado con sus obras y sus palabras.


Hoy como ayer, el árbol de mostaza sigue creciendo en los campos de Medio Oriente y, hoy como ayer, el Reino de Dios tiene en sí la fuerza para seguir expandiéndose por todo el orbe de la tierra: «El Reino es gracia, amor de Dios al mundo, fuente de serenidad y confianza para nosotros»[1]; pero al mismo tiempo es algo que Jesús nos invita a buscar activamente, es más, a hacerlo la ocupación principal de nuestra vida: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia» (Mt 6,33). Si de verdad lo estamos buscando, librando con amor las pequeñas batallas cotidianas por la santidad, entonces a nuestro alrededor, incluso sin que nos demos cuenta, irán creciendo frutos abundantes de bondad y de vida cristiana.


«LES DIJO otra parábola: “El Reino de los Cielos es como la levadura que tomó una mujer y la mezcló con tres medidas de harina, hasta que fermentó todo”» (Mt 13,33). Esta brevísima enseñanza del Señor es similar a la de la parábola del grano de mostaza que le precede en el Evangelio de san Mateo. Se repite la idea de que de lo pequeño surgirá lo grande. Pero esta vez con el matiz de que no solo habrá un crecimiento, sino también una profunda transformación.


La gracia de Dios, la fe, la caridad nos transforman personalmente, en la medida en que las acogemos y dejamos que crezcan en nuestro corazón. Y vivir así, cada vez más identificados con el Evangelio, produce necesariamente cambios profundos también en el mundo que nos rodea. Es lo que ha sucedido desde los primeros tiempos de la Iglesia: los primeros cristianos –explicaba san Josemaría– «no tenían, por razón de su vocación sobrenatural, programas sociales ni humanos que cumplir; pero estaban penetrados de un espíritu, de una concepción de la vida y del mundo, que no podía dejar de tener consecuencias en la sociedad en la que se movían»[2]. Fueron ciudadanos corrientes y no dejaron de serlo al recibir la fe, sino que toda su existencia cobró un nuevo sentido y eso renovó también el mundo en que vivían, persona a persona.


Es significativo que en esta parábola Jesús nos presente a una mujer que está haciendo pan, posiblemente parte para su familia y lo restante para venderlo, pues las tres medidas de harina que mezcla con la levadura equivalen a decenas de kilos de masa. Esto nos recuerda también que los cristianos corrientes transforman el mundo a través del trabajo cotidiano hecho por amor a Dios y a los demás: así es cómo podemos llevar el Evangelio a muchas personas. «Que se llene de alegría nuestro corazón pensando en ser eso: levadura que hace fermentar la masa. Nuestra vida no es egoísta: es un luchar en primera línea, es meternos en el torrente de la sociedad, pasando inadvertidos; y llegar a todos los corazones, haciendo en todos ellos la gran labor de transformarlos en buen pan, que sea la paz –la alegría y la paz– de todas las familias, de todos los pueblos»[3].


«TODAS ESTAS cosas habló Jesús a las multitudes con parábolas –dice san Mateo– y no les solía hablar nada sin parábolas» (Mt 13,34). También nosotros escuchamos hoy nuevamente las parábolas del Señor, para que den un fruto de esperanza en nuestras almas. Han pasado dos milenios de cristianismo, la pequeña semilla ha crecido por los cinco continentes, la levadura ha hecho fermentar la masa de innumerables pueblos y culturas. Sin embargo, esto ha sido posible porque el Reino crecía de corazón en corazón, en la vida de cada persona, primero en aquella que quiere llevar la alegría del Evangelio por todos los rincones.


Aún queda mucho por hacer y, al mismo tiempo, por rehacer, primero en nuestra propia vida. Además, no siempre lo que parecía logrado subsiste. Igual que no es fácil encarnar plenamente el Evangelio en la propia vida, tampoco está libre de contrariedades la misión apostólica que Dios ha confiado a cada cristiano: «Aparecen constantemente nuevas dificultades, la experiencia del fracaso, las pequeñeces humanas que tanto duelen. Todos sabemos por experiencia que a veces una tarea no brinda las satisfacciones que desearíamos, los frutos son reducidos y los cambios son lentos, y uno tiene la tentación de cansarse»[4].


En esos momentos, en los que quizá experimentamos el desaliento, la fe nos impulsa a confiar en la vitalidad de la pequeña semilla en nuestro corazón, en la eficacia del puñado de harina que fermenta una gran cantidad de masa. Aunque parezca que el trabajo es estéril, que es mucho lo que hay que hacer y poco lo que uno puede afrontar, tenemos la seguridad «de que Dios puede actuar en cualquier circunstancia, también en medio de aparentes fracasos, porque “llevamos este tesoro en recipientes de barro” (2 Co 4,7). Esta certeza es lo que se llama “sentido de misterio”. Es saber con certeza que quien se ofrece y se entrega a Dios por amor seguramente será fecundo (cfr. Jn 15,5). Tal fecundidad es muchas veces invisible, inaferrable, no puede ser contabilizada»[5]. Ningún acto realizado por amor a Dios y a los demás es inútil. A veces no veremos directamente los frutos, otras llegarán de forma insospechada y siempre producirán en uno mismo un crecimiento del corazón. Podemos acudir a María para que nos ayude a confiar en los frutos que crecerán en nuestra vida si estamos cerca de su Hijo.

27 de julio de 2025

PERSEVERANCIA EN LA ORACIÓN



 Evangelio (Lc 11,1-13)


Estaba haciendo oración en cierto lugar. Y cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos:


— Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos.


Él les respondió:


— Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino; sigue dándonos cada día nuestro pan cotidiano; y perdónanos nuestros pecados, puesto que también nosotros perdonamos a todo el que nos debe; y no nos pongas en tentación.


Y les dijo:


— ¿Quién de vosotros que tenga un amigo y acuda a él a medianoche y le diga: «Amigo, préstame tres panes, porque un amigo mío me ha llegado de viaje y no tengo qué ofrecerle», le responderá desde dentro: «No me molestes, ya está cerrada la puerta; los míos y yo estamos acostados; no puedo levantarme a dártelos»? Os digo que, si no se levanta a dárselos por ser su amigo, al menos por su impertinencia se levantará para darle cuanto necesite.


Así pues, yo os digo: pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá; porque todo el que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá.


¿Qué padre de entre vosotros, si un hijo suyo le pide un pez, en lugar de un pez le da una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le da un escorpión? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?



PARA TU RATO DE ORACION



EN LA PRIMERA lectura de la misa, leemos el pasaje del Génesis en el que Abraham intercede por los justos de Sodoma y Gomorra. El diálogo es una de las páginas más conmovedoras del Antiguo Testamento. El Señor está por destruir la ciudad, sumida en el pecado. Pero el patriarca, en un tono a la vez reverente y confiado, insiste en su petición de misericordia con audacia creciente, como si estuviera introduciéndose en el corazón Dios para sondear su compasión y al mismo tiempo para suscitarla.


Ya en el Antiguo Testamento, la esencia de la oración es esta: el hombre se sitúa entre el bien y el mal, el pecado y la culpa, la justicia y la misericordia de Dios, y mueve al Señor a perdonar o a dispensar sus dones. Esta intercesión tiene un punto de misterio: por una parte, es verdad que nuestras súplicas no pueden cambiar a Dios, infinitamente perfecto; por otra, sin embargo, al haber establecido una alianza con los hombres, el Señor ha querido de alguna manera hacerse vulnerable: no es ajeno ni indiferente a nuestros ruegos, sino que, por el amor que nos tiene, nos ha da dado el poder de remover su corazón, para que nos conceda lo que pedimos o para hacer más leve el castigo que nos merecíamos. Es lo que vemos muchas veces cuando los patriarcas interceden por el pueblo elegido.


En el Evangelio, Jesús asume este modo confiado de hacer oración, pero perfeccionándolo con una decisiva novedad. Cuando los apóstoles le piden que les enseñe a orar, el Señor les hace ver que la primera condición para rezar es llamar a Dios “Padre”, sentirse hijos suyos. Era una convicción arraigada en los primeros cristianos saber que podían dirigirse a Dios como hijos amados. «La Vida nueva, traída por Cristo, se presentaba ante los ojos de aquellos primeros creyentes como una vida de hijos amados de Dios. No era esta una verdad teórica o abstracta, sino algo real que les llenaba de una desbordante alegría. Buena muestra de ello es el grito que se le escapa al apóstol san Juan en su primera carta: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (1 Jn 3,1)»[1].


SAN LUCAS refiere que los apóstoles preguntaron a Jesús cómo rezar tras verle hacer su oración “en cierto lugar” (Lc 11,1), que tradiciones muy antiguas sitúan en la cima del Monte los Olivos. Contemplando esta escena del Evangelio, el fundador del Opus Dei consideraba que, también en nuestro caso, cuando en las distintas etapas de nuestra existencia deseamos tener una auténtica vida de oración, es el Señor mismo quien nos enseñará a orar con fruto: «Acude a Jesús como acudían sus discípulos: ¡enséñanos a hacer oración! (…). No me he inventado nada cuando – a lo largo de mi ministerio sacerdotal – he repetido y repito incansablemente ese consejo. Está recogido de la Escritura Santa, de ahí lo he aprendido: ¡Señor, que no sé dirigirme a Ti! ¡Señor, enséñanos a orar! Y viene toda esa asistencia amorosa –luz, fuego, viento impetuoso– del Espíritu Santo, que alumbra la llama y la vuelve capaz de provocar incendios de amor»[2].


El padrenuestro es la oración principal del cristiano. Al enseñarla a los apóstoles, «Jesús no nos deja una fórmula para repetirla de modo mecánico. Como en toda oración vocal, el Espíritu Santo, a través de la Palabra de Dios, enseña a los hijos de Dios a hablar con su Padre. Jesús no sólo nos enseña las palabras de la oración filial, sino que nos da también el Espíritu por el que estas se hacen en nosotros “espíritu y vida” (Jn 6,63). Más todavía: la prueba y la posibilidad de nuestra oración filial es que el Padre “ha enviado a nuestros corazones el Espíritu del Hijo que clama: ‘Abbá, Padre’” (Gal 4,6)»[3]


Un modo de considerar con frecuencia nuestra filiación divina, que san Josemaría vivió y aconsejaba, es llevar esta oración a la meditación personal, de manera que nos ayude a ser contemplativos: «Comienzas: Padre. Y te detienes a considerar un ratito qué quiere decir esta palabra. Piensas en lo que es para ti tu padre, y que además de ese padre de la tierra tienes otro en el Cielo: Dios. Y te llenas de orgullo santo.


»Padre nuestro. No sólo es tuyo: es nuestro, de todos. Luego tú eres hermano de las demás criaturas que hay por la tierra. Por tanto, debes querer a la gente, debes ayudarles a ser buenos hijos de Dios, porque todos juntos constituimos la familia de nuestro Padre del Cielo.


»Que estás en los cielos… Y enseguida recuerdas lo que me has oído decir: que está también en el Sagrario y en nuestra alma en gracia…»[4].


DESPUÉS DE TRANSMITIRNOS el padrenuestro, Lucas refiere una parábola que contó el Señor para exhortarnos a rezar de modo confiado y perseverante. La breve historia es bastante pintoresca. Tiene como escenario una casa de la Palestina de entonces, compuesta de una sola habitación en la que por la noche se extendían esteras para dormir en ese espacio toda la familia. Cuando ya se han acostado, llega de repente un amigo que llama a la puerta para pedir tres panes, podemos suponer que despertando a todos. El padre de familia no puede disimular su fastidio y le hace notar lo inoportuno de su petición. Pero Jesús concluye: «Os digo que, si no se levanta a dárselos por ser su amigo, al menos por su impertinencia se levantará para darle cuanto necesite. Así pues, yo os digo: pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá» (Lc 11,8-9).


Consideraba san Gregorio Magno que Dios, aunque conozca perfectamente nuestras necesidades en cada momento, sin embargo «quiere ser rogado, quiere ser coaccionado, quiere ser vencido por una cierta inoportunidad»[5]. Y San Agustín enseñaba que el Señor quiere más concedernos su misericordia que nosotros recibirla[6]. Por eso, aconsejaba: «Llama con tu oración al Señor mismo con quien descansa su familia, pídele, insístele. Él se levantará y te dará, pero no vencido por la importunidad como el amigo de la parábola. Él quiere darte (…). Y difiere darte lo que desea darte para que, al diferírtelo, lo desees más ardientemente, no sea que, otorgándotelo enseguida, te parezca cosa de poco valor»[7].


La oración es siempre eficaz. Aunque el Señor no siempre nos conceda con prontitud lo que le pedimos, rezar nos ayuda a mantener y acrecentar nuestra amistad con Él, a poner nuestra confianza en Dios porque estamos seguros de que nos ama y nos escucha. «La oración siempre transforma la realidad, siempre. Si las cosas no cambian a nuestro alrededor, al menos nosotros cambiamos, cambiamos nuestro corazón (…). Rezar es ya desde ahora la victoria sobre la soledad y la desesperación»[8]. Es cierto que a veces tenemos que seguir viviendo en la incertidumbre sin recibir aún lo que pedimos, pero así el Señor nos acompaña más de cerca en nuestras necesidades y, sobre todo, sabemos que al final de una vida de oración nos espera un Padre bueno con los brazos abiertos. «Que el Señor Jesús nos dé la gracia de entender que la oración conmueve el corazón de Dios, Padre compasivo, que nos ama y nos da su Espíritu Santo; y que la Virgen Santa nos ayude a ser hombres y mujeres de oración, y a confiar en la bondad del Señor que siempre nos escucha»[9].

26 de julio de 2025

LOS ABUELOS DE JESUS

 



Evangelio (Mt 13, 24-30)


En aquel tiempo, Jesús propuso otra parábola al gentío: “El Reino de los Cielos es como un hombre que sembró buena semilla en su campo. Pero, mientras dormían los hombres, vino su enemigo, sembró cizaña en medio del trigo y se fue. Cuando brotó la hierba y echó espiga, entonces apareció también la cizaña. Los siervos del amo de la casa fueron a decirle: «Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿Cómo es que tiene cizaña?» Él les dijo: «Algún enemigo lo habrá hecho». 

Le respondieron los siervos: «¿Quieres que vayamos a arrancarla?» Pero él les respondió: «No, no vaya a ser que, al arrancar la cizaña, arranquéis también con ella el trigo. Dejad que crezcan juntos hasta la siega. Y al tiempo de la siega les diré a los segadores: “Arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla; el trigo, en cambio, almacenadlo en mi granero».”


PARA TU RATO DE ORACION 


Hace unos días a raíz de esta fiesta nos escribía el prelado del OD Padre Fernando Ocariz y nos decía:


Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!


La memoria litúrgica de los padres de la Santísima Virgen –san Joaquín y santa Ana–, que celebraremos el próximo día 26, me lleva a dar gracias al Señor por la realidad de que la Obra es verdadera familia. Como escribía san Josemaría: «Todos los que pertenecemos al Opus Dei, hijos míos, formamos un solo hogar: la razón de que constituyamos una sola familia no se basa en la materialidad de convivir bajo un mismo techo. Como los primeros cristianos, somos cor unum et anima una (Hch 4,32) y nadie en la Obra podrá sentir jamás la amargura de la indiferencia» (Carta 11, n. 23).


Gracias a Dios, no queremos que nadie en el Opus Dei sienta esa amargura de la indiferencia. Por eso procuramos evitar que la diversidad de caracteres, de horarios de trabajo o las muy diversas circunstancias de la vida ordinaria puedan llevar, en alguna ocasión, a una cierta indiferencia práctica hacia los demás. Para que todos vivamos con un solo corazón y una sola alma, es esencial que cualquier cosa de nuestros hermanos sea, de verdad, muy nuestra. No dudemos en acudir al Señor para que nos dé un corazón como el suyo, capaz de ensancharse «en un crescendo de cariño que supera todas las barreras» (Via Crucis, VIII Estación, n. 5). Al meditar cómo Cristo murió por nosotros, reconocemos un amor que no entiende de condicionales y que lleva a dar también la propia vida por nuestros hermanos. Como recordaba el Papa León XIV recientemente: «Jesús es la revelación del verdadero amor hacia Dios y hacia el hombre. Amor que se da y no posee, amor que perdona y no exige, amor que socorre y nunca abandona» (León XIV, Ángelus, 13-VII-2025).


En los próximos días comenzará en Roma el Jubileo de los jóvenes. Recemos para que esos días supongan un momento fuerte en la vida de los participantes, un verdadero encuentro con Cristo vivo: él es la esperanza que no defrauda (cfr. Rm 5,5), el único capaz de saciar nuestros anhelos de felicidad.


Sigamos rezando también por el trabajo de los Estatutos, que –como os anuncié– están siendo revisados por la Santa Sede.


Con todo cariño, os bendice


vuestro Padre Fernando



UN DÍA, mientras Jesús estaba predicando, una mujer se hizo oír entre la multitud para alabar a su Madre: «Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron» (Lc 11,27). Hoy, la Iglesia nos invita a remontarnos más atrás en esa cadena de agradecimiento. Primero, nos dice: «Alabemos a Joaquín y a Ana por su hija: porque en ella el Señor les dio la bendición de todos los hombres»[1]. Y después, nos anima a ir aún más allá: «Hagamos el elogio de nuestros padres según sus generaciones. Ellos fueron hombres de bien, cuyos méritos no han quedado en el olvido. En sus descendientes se conserva una rica herencia» (Sir 44,1.10-11).

Dios se hizo hombre con todas sus consecuencias. Al acoger María a Jesús en su seno, toda su familia lo acogió con ella: una familia con raíces propias, con una historia en la que se entreteje la misericordia de Dios con las decisiones libres de muchos hombres y mujeres. Jesús se dejó moldear por esa herencia, que plasmó los rasgos de su personalidad, y le dio un pasado, unos lazos, unas costumbres, unas tradiciones. El Señor entró plenamente en aquel hogar: «Esta es mi casa por siempre, aquí viviré, porque la deseo» (Sal 131,14).

San Mateo y san Lucas dedicaron un amplio espacio en sus evangelios a la genealogía de Jesús. Hoy nosotros podemos también levantar la mirada hacia la cadena de generaciones que nos precede y de la que el Señor se ha servido para llamarnos a la vida. Es reconfortante descubrir que no nos ha querido como un verso suelto, sino como eslabones de una cadena; nos ha dado un terreno firme en donde podemos ponernos de pie, una tierra preparada por Dios con ilusión, pensando personalmente en nosotros, para que echemos allí nuestras raíces.


SEGÚN una tradición, Joaquín y Ana tenían una casa en Jerusalén, a dos pasos de la piscina probática, donde se reunía una gran multitud de enfermos y donde Jesús, ya adulto, curaría a un paralítico[2]. En aquella casa nació su madre, María; y quizá fue allí donde se alojó la Sagrada Familia en sus frecuentes subidas a Jerusalén, dando a Jesús la oportunidad de disfrutar del cariño de sus abuelos.

Al igual que los padres, los abuelos ofrecen «un testimonio del valor y del sentido de la vida encarnado en una existencia concreta, confirmado en las diversas circunstancias y situaciones que se suceden a lo largo de los años»[3]. Al mismo tiempo, contribuyen de una manera única al ambiente familiar a través de la comprensión y el cariño. En efecto, es propio de la juventud querer que las cosas salgan con perfección a la primera. No obstante, tarde o temprano es inevitable darse cuenta de que los fracasos, muchas veces, serán más frecuentes que las victorias. Es entonces cuando la frustración amenaza con robar la esperanza. Los abuelos, que han pasado ya por esa situación y han visto muchas cosas en la vida, pueden comprender el sentimiento de sus nietos.

Dios nos puede hacer llegar su ternura a través de los abuelos. Ellos, con su disponibilidad y su escucha, nos ayudan a relativizar nuestras derrotas y, sobre todo, a fijarnos en todo lo bueno que nos rodea. «Cuando estábamos creciendo y nos sentíamos incomprendidos o asustados por los desafíos de la vida, se fijaron en nosotros, en lo que estaba cambiando en nuestro corazón, en nuestras lágrimas escondidas y en los sueños que llevábamos dentro. Todos hemos pasado por las rodillas de los abuelos, que nos han llevado en brazos. Y es gracias también a este amor que nos hemos convertido en adultos»[4].


EN OCASIONES, el ritmo con el que nos movemos no nos facilita compartir tiempo suficiente con los miembros de nuestra familia; cuánto más esto puede darse con aquellos que no habitan en nuestra casa. San Josemaría solía repetir que quien padece alguna limitación o quien está enfermo es un tesoro para la familia, pues puede ser el detonante del crecimiento del amor. Algo similar se podría decir también de los mayores. Con el cuidado y el cariño que les dirigimos no solo estamos realizando un acto de justicia, sino que estamos ensanchando nuestra capacidad de amar. Escucharles con atención, ayudarles en una tarea o manifestarles cariño y cercanía son algunos gestos que sacian nuestra sed por construir relaciones fuertes, especialmente dentro de la familia.

Entre jóvenes y ancianos se puede entablar una relación que enriquece a los dos. Los jóvenes pueden aprender de los mayores actitudes como la disponibilidad o la generosidad, además de las experiencias concretas de la vida que les puedan transmitir; también les permiten conocer el pasado para afrontar el futuro. Los ancianos, por su parte, se sienten rejuvenecidos al contacto con los más jóvenes; estos últimos les recuerdan que no se encuentran solos y que tienen mucho que aportar. «La ancianidad (...) es una estación para seguir dando frutos. Hay una nueva misión que nos espera y nos invita a dirigir la mirada hacia el futuro»[5]. Podemos pedir a la Virgen María que nos enseñe a honrar a nuestros abuelos y a nuestros mayores, para perpetuar esta cadena de bendiciones que Dios derrama abundantemente de generación en generación.


25 de julio de 2025

SANTIAGO Apostol


 Evangelio (Mt 20, 20-28)


Entonces se le acercó la madre de los hijos de Zebedeo con sus hijos, y se postró ante él para hacerle una petición.


Él le preguntó: ¿Qué quieres?


Ella le dijo: Di que estos dos hijos míos se sienten en tu Reino, uno a tu derecha y otro a tu izquierda.


Jesús respondió: No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?


Podemos —le dijeron.


Él añadió: Beberéis mi cáliz; pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me corresponde concederlo, sino que es para quienes está dispuesto por mi Padre.

Al oír esto, los diez se indignaron contra los dos hermanos.


Pero Jesús les llamó y les dijo: Sabéis que los que gobiernan las naciones las oprimen y los poderosos las avasallan. No tiene que ser así entre vosotros; al contrario: quien entre vosotros quiera llegar a ser grande, que sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, que sea vuestro esclavo. De la misma manera que el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos.


PARA TU RATO DE ORACION 

MIENTRAS caminaba Jesús a orillas del mar de Galilea, «vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que reparaban sus redes, y los llamó»[1]. Ellos, después de dejar todas las cosas, le siguieron. Así comienza la nueva vida de Santiago junto al Señor. Su aventura será tan veloz como intensa: se convertirá en el primero de los apóstoles en dar su vida por Cristo, que quiso reclamarlo pronto junto a sí (cfr. Hch 12,2). A Juan, en cambio, el Señor le pedirá que espere hasta que él vuelva a buscarlo, después de gastarse en una vida tan larga que hizo pensar a los discípulos que no moriría nunca (cfr. Jn 21,23).


El Maestro pidió a los dos hermanos una entrega total, aunque con manifestaciones distintas. Ofreció a ambos beber de su mismo cáliz, y ellos acogieron la invitación con todo el ardor de su naturaleza apasionada (cfr. Mt 20,22). Jesús llamaba a aquellos hermanos los Boanerges, es decir, «los hijos del trueno» (Mc 3,17), y les enseñó a encauzar toda su energía hacia una donación total en el servicio. Cuando la madre de los Zebedeo le pidió para sus hijos el primer puesto en su reino, Jesús les explicó que reinar con él es servir; que el primero en su reino es el que se hace el último y el servidor de todos (cfr. Mt 20,25-28). Esta lógica muchas veces contrasta con la nuestra, es revolucionaria porque se opone a la dominación de unos sobre otros; por eso, Jesús también nos anima a estar vigilantes, a estar siempre atentos para no engañarnos con lecturas atenuadas de su Evangelio.


Cristo «no vivió su libertad como arbitrio o dominio. La vivió como servicio. De este modo “llenó” de contenido la libertad que, de lo contrario, sería solo la posibilidad “vacía” de hacer o no hacer algo. La libertad, como la vida misma del hombre, cobra sentido por el amor»[2]. Jesús ayudó a Santiago y a Juan a llenar sus vidas de sentido, de amor por las demás personas, abriendo a aquellos sencillos pescadores de Galilea horizontes insospechados, «los horizontes del servicio»[3], muchos más amplios de los que se hubieran imaginado. Y así, transformó su vida en una apasionante aventura.


IMPULSADOS por Jesús, Santiago y Juan tuvieron «prisa en amar»[4], en apostar toda su existencia a una vida de intenso servicio. La de Santiago –haciendo honor a su apelativo– fue como un relámpago que cruza el cielo en un instante, llenándolo de luz. Él se puso inmediatamente en marcha y llevó a Jesucristo hasta los confines del mundo conocido, antes de regresar a Jerusalén y fecundar con su sangre los inicios de la misión de la Iglesia. La vida de Juan, en cambio, fue como el trueno, que llega sin prisa pero con contundencia, con peso, llenándolo todo con sus palabras profundas y bellas. Juan pudo meditar largamente sobre la vida y las enseñanzas de Jesús, para dejarnos el tesoro de sus escritos.


El relámpago y el trueno se reclaman el uno al otro, manifiestan una misma fuerza y traen un mismo mensaje. No podemos separarlos, como no podemos separar a los Boanerges. Mientras estaba con ellos, Jesús los quiso juntos. De hecho, los dos formaban junto a Pedro un pequeño grupo de discípulos con los que el Maestro tenía más intimidad. Cuando el Señor subió al cielo, Santiago y Juan continuaron propagando el mismo mensaje, cada uno a su modo.


Santiago lo sigue haciendo hoy, convocando a los pueblos a su tumba en Compostela. Nos invita a ponernos en camino, a estar dispuestos a llegar a los confines de nuestro mundo y superar nuestras seguridades y comodidades. «Esto es fundamental para los cristianos; nosotros discípulos de Jesús, nosotros Iglesia, ¿estamos sentados esperando que la gente venga o sabemos levantarnos, ponernos en camino con los otros, buscar a los otros? No es cristiano decir: “Pero que vengan, yo estoy aquí, que vengan”. No, ve tú a buscarlos, da tú el primer paso»[5]. Juan, en cambio, nos recuerda que, si no estamos radicados en el amor a Jesucristo, todo ese movimiento y ese caminar valen muy poco. Escribía san Agustín: «Quien corre fuera del camino corre en vano; más aún, solo corre para fatigarse. Fuera de él, cuanto más corre, más se extravía. ¿Cuál es el camino por el que corremos? Cristo lo dijo: Yo soy el camino. ¿Cuál es la patria a donde nos dirigimos? Cristo dijo: Yo soy la verdad. Por él corres, hacia él corres, en él hallas el descanso»[6].


HAY algo grande en la vida del apóstol Santiago que permanece oculto a nuestros ojos. Es muy poco lo que sabemos de este apóstol de vida tan corta, que no dejó ningún escrito. El Evangelio, además, recoge muy pocas palabras suyas. Frente al silencio del Zebedeo, aparece la figura de otro Santiago, con títulos tan importantes como «hermano del Señor» (Gal 1,19), testigo destacado de su resurrección (cfr. 1 Cor 15,7), obispo de Jerusalén (cfr. He 15,12-21) y columna de la Iglesia (cfr. Gal 2,9). Este otro Santiago gozó de gran autoridad en la primera comunidad cristiana, como se lee en los Hechos de los Apóstoles y en las cartas de san Pablo. Da nombre, además, a uno de los escritos del Nuevo Testamento. Por eso, sorprende que la Tradición haya querido atribuir el título de Mayor al hermano de Juan, de quien conocemos poco.


El hijo de Zebedeo llegó a ser el Mayor, siguiendo el camino que le había propuesto el Maestro. Jesús le había dicho: «Quien entre vosotros quiera llegar a ser grande, que sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, que sea vuestro esclavo. De la misma manera que el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos. (Mt 20, 26-28). Eso hizo Santiago: vivir para servir, dar su vida. «Si el grano de trigo no muere al caer en tierra, queda infecundo; pero si muere, produce mucho fruto» (Jn 12, 24), escribirá Juan en su Evangelio, arrojando un poco de luz que nos permite entender el misterio de la vida y de la muerte de su hermano Santiago. Un misterio que se extiende al impresionante poder de convocatoria que tiene aún hoy el sepulcro del apóstol.


Jesús dio a los Boanerges otro ejemplo destacado de la grandeza del servicio: la Virgen María, a quien acompañarían con frecuencia. Ella también nos ayudará para que nos lancemos a la aventura de «ser felices en amistad con Dios y llevar una vida de dedicación y de servicio»[7].

24 de julio de 2025

Conocer sus sentimientos

 



Evangelio (Mt 13, 10-17)


Los discípulos se acercaron a decirle:


—¿Por qué les hablas con parábolas?


Él les respondió:


—A vosotros se os ha concedido el conocer los misterios del Reino de los Cielos, pero a ellos no se les ha concedido. Porque al que tiene se le dará y tendrá en abundancia; pero al que no tiene incluso lo que tiene se le quitará. Por eso les hablo con parábolas, porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden. Y se cumple en ellos la profecía de Isaías, que dice:


Con el oído oiréis, pero no entenderéis;

con la vista miraréis, pero no veréis.

Porque se ha embotado el corazón de este pueblo,

han hecho duros sus oídos,

y han cerrado sus ojos;

no sea que vean con los ojos,

y oigan con los oídos,

y entiendan con el corazón y se conviertan,

y yo los sane.


Bienaventurados, en cambio, vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen. Porque en verdad os digo que muchos profetas y justos ansiaron ver lo que estáis viendo y no lo vieron, y oír lo que estáis oyendo y no lo oyeron.



PARA TU RATO DE ORACION 



EN LA ORACIÓN podemos hablar con Jesús de nuestras vidas. Es natural sentir la necesidad de conversar con nuestro mejor amigo sobre los temas que nos importan, sobre las personas que dan sentido a nuestra vida, o sobre las tristezas y alegrías que, en un tejido a veces difícil de comprender, conforman nuestra existencia. Pero, al mismo tiempo, al contemplar la vida de Jesús, intentamos también ponernos de su lado para intuir sus preocupaciones, comprender cómo piensa, empaparnos de su lógica divina, y descubrir las intenciones que quiere transmitirnos con cada uno de sus gestos. La lectura meditada del Evangelio nos ayuda precisamente a comprender, poco a poco, los sentimientos de Cristo.


En varias ocasiones los apóstoles trataban de descubrir los motivos que movían sus enseñanzas. «¿Por qué les hablas con parábolas?» (Mt 13,10), le preguntan. Se dan cuenta de que las parábolas esconden cierta ambigüedad: por una parte, Jesús adapta su lenguaje a los intereses y conceptos de los oyentes; pero, por otra, con esas historias parece que el Señor quiere esconder unas verdades más profundas. Se trata de un lenguaje misterioso e indirecto que deja insatisfechas las ansias de sus apóstoles de que se revelara de una manera más clara al mundo. Seguramente era el cariño y la admiración los que movían a los apóstoles a pedir a Jesús que fuera más explícito en sus palabras. Pero la respuesta del Señor probablemente no se ajustó a lo que ellos esperaban: «Les hablo en parábolas, porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden» (Mt 10,13).


Quizá algunos de los que escuchaban a Jesús lo hacían de una manera superficial. Tal vez lo hacían para confirmar su manera de pensar o para detectar posibles incoherencias en sus palabras. Todas esas actitudes, en el fondo, impedían que la palabra de Cristo llegara a sus corazones. Y esas son maneras de escuchar de las que nadie está completamente a salvo. La palabra de Dios está siempre viva, nos impulsa a llenar de Evangelio primero nuestra vida y, así, también nuestro entorno. «Querer domesticar la Palabra de Dios es tentación de todos los días»[1], escuchar lo que queremos escuchar, y no lo que Dios quiere decirnos. Si nos acercamos a Jesús con la apertura de corazón de los apóstoles, también el Señor nos podrá dar a conocer sus sentimientos, que llegan a renovar constantemente la tierra.


EN MUCHOS deportes de alta exigencia, se suele afirmar que, además del estado físico, es fundamental la carrera interior, aquella que se recorre con la cabeza y el corazón. De forma análoga, para nuestra vida de oración, no basta con proponernos dedicarle un tiempo determinado a Jesús. Naturalmente, ese es un paso imprescindible para abrirnos a su voz. Pero, tal como el Señor les insinuó a sus apóstoles, también es necesario el cuidado de los sentidos internos, es decir, abrir los oídos del alma e intentar calibrar los ojos del corazón para poder percibir la cercanía de Cristo. La mortificación interior nos pone en sintonía con la presencia de Dios en nuestras almas. No se trata simplemente de una lucha negativa que tiene como fin rechazar imaginaciones o recuerdos, no dejarse llevar por la curiosidad, o frenar el impulso de los ojos o de los oídos. Todos esos esfuerzos van encaminados hacia un fin, que es el de centrarnos en lo realmente importante, aquello que nos da la felicidad: saborear la presencia de Cristo en nuestra vida; escuchar, mirar, imaginar y recordar lo que nos llena de Dios.


Por todo esto, san Josemaría escribió: «Si no eres mortificado nunca serás alma de oración»[2]. Algunos de los que seguían a Jesús eran incapaces de profundizar en sus palabras porque sus oídos y sus ojos estaban llenos de distracciones, estaban cansados de no percibir a Dios. También a nosotros nos puede ocurrir que, a pesar del deseo sincero por sintonizar con el Señor, las imágenes del día y los ruidos que resuenan en nuestra cabeza nos dificulten contemplar a Cristo. Del mismo modo que para adquirir una buena forma física es necesario hacer frecuentemente unos ejercicios, también la atención se puede entrenar de una manera similar. Así, con cada pequeño esfuerzo por rechazar o reconducir las distracciones –en el trabajo, en la vida social, en un rato de oración– ejercitamos esa fuerza que nos ayudará a conectar con la realidad que tenemos entre manos, ya que allí está Dios. De este modo podremos contemplar con mayor facilidad el rostro de Cristo en todas las circunstancias del día a día.


«EN VERDAD os digo –señala Jesús– que muchos profetas y justos ansiaron ver lo que estáis viendo y no lo vieron, y oír lo que estáis oyendo y no lo oyeron» (Mt 13,16-17). El Señor podría dirigir estas mismas palabras a la gente de cualquier momento y lugar. De hecho, aquellos profetas y justos no pudieron contemplar a Dios como nosotros podemos hacerlo en el sagrario ni recibirle sacramentalmente en nuestra alma. La oración cristiana, al tener a la Eucaristía como centro, nos introduce en una relación con el Señor mucho más cercana, familiar. «Si los hombres estaban acostumbrados desde siempre a acercarse a Dios un poco intimidados, un poco asustados por este misterio, fascinante y terrible (...), los cristianos se dirigen en cambio a él atreviéndose a llamarlo con confianza con el nombre de “Padre”»[3].


Por eso, la oración, más que un esfuerzo humano, es un don que el Señor nos ha regalado. Cada instante que compartimos con él es un privilegio inmerecido. No somos nosotros los que le hacemos un favor a Dios dedicándole unos cuantos minutos de nuestro día; es él quien, movido por su misericordia infinita, nos invita a disfrutar de su presencia, nos ofrece el regalo gratuito de su amistad.


Y mientras más nos percatemos de nuestra fragilidad, más sentiremos la necesidad de refugiarnos en este don. «En la oración, más que en otras dimensiones de la existencia, experimentamos nuestra debilidad, nuestra pobreza, nuestro ser criaturas, pues nos encontramos ante la omnipotencia y la trascendencia de Dios. Y cuanto más progresamos en la escucha y en el diálogo con Dios, para que la oración se convierta en la respiración diaria de nuestra alma, tanto más percibimos incluso el sentido de nuestra limitación, no solo ante las situaciones concretas de cada día, sino también en la misma relación con el Señor. Entonces aumenta en nosotros la necesidad de fiarnos, de abandonarnos cada vez más a él; comprendemos que “no sabemos orar como conviene” (Rm 8, 26)».[4] La Virgen María, maestra de oración, nos podrá ayudar a recibir con apertura de corazón el don que su Hijo nos ha regalado.




23 de julio de 2025

Sencillez

 



Evangelio (Mt 13, 1-9)


Aquel día salió Jesús de casa y se sentó a la orilla del mar. Se reunió en torno a él una multitud tan grande, que tuvo que subir a sentarse en una barca, mientras toda la multitud permanecía en la playa. Y se puso a hablarles muchas cosas con parábolas: -Salió el sembrador a sembrar. Y al echar la semilla, parte cayó junto al camino y vinieron los pájaros y se la comieron. Otra parte cayó en terreno pedregoso, donde no había mucha tierra y brotó pronto por no ser hondo el suelo; pero al salir el sol, se agostó y se secó porque no tenía raíz. Otra parte cayó entre espinos; crecieron los espinos y la ahogaron. Otra, en cambio, cayó en buena tierra y comenzó a dar fruto, una parte el ciento, otra el sesenta y otra el treinta. El que tenga oídos, que oiga.


PARA TU RATO DE ORACION 



LOS RELATOS vocacionales de la Sagrada Escritura poseen muchos elementos en común. Uno de ellos es la desigualdad entre las cualidades humanas de la persona que es llamada y la misión que Dios le encomienda. A simple vista, no parece que se trate de una elección adecuada. Pero el Señor no se fija tanto en las apariencias como en una faceta que suele pasar desapercibida: la sencillez de corazón. Esto es lo que hace que la tierra sobre la que caiga la semilla divina sea buena y produzca fruto (cfr. Mt 13,9): sabe que su crecimiento no depende tanto de lo que él haga, sino de colaborar dejando hacer a Dios. «Te reconoces miserable –escribe san Josemaría–. Y lo eres. –A pesar de todo –más aún: por eso– te buscó Dios. –Siempre emplea instrumentos desproporcionados: para que se vea que la “obra” es suya. –A ti solo te pide docilidad»[1].

Por otro lado, «el soberbio es aquel que cree ser mucho más de lo que es en realidad; aquel que se estremece por ser reconocido como superior a los demás, siempre quiere ver reconocidos sus propios méritos y desprecia a los demás considerándolos inferiores»[2]. En los Evangelios vemos que Jesús, cuando se encuentra con personas demasiado seguras de sí mismas, «las medica con el remedio de la humildad. Esto nos enseña que la salvación no está en nuestras propias manos, sino que es un don gratuito que Dios nos quiere regalar»[3].

En el trato con quienes nos rodean podemos desarrollar una serie de actitudes que nos podrán ayudar a cultivar un corazón sencillo: reaccionar con serenidad y agradecimiento cuando nos corrigen, fijarnos en los aspectos positivos de los demás, tomarse con sentido del humor los errores propios y ajenos, reconocer los dones que el Señor nos ha dado… De este modo, nuestra vida será esa buena tierra que hará crecer la semilla divina, porque «Dios resiste a los soberbios, y a los humildes da la gracia» (St 4,6).


A VECES sucede que quien es llamado por Dios experimenta la incomprensión de los demás. Moisés tuvo que soportar las críticas y murmuraciones de su propio pueblo cuando pasaron dificultades en el desierto. Jeremías sufrió el desprecio cuando sus llamadas a la conversión fueron ignoradas. Anunciar la presencia de Dios hoy en día también puede resultar una tarea costosa. Sin embargo, el cristiano sabe que no está solo. No está difundiendo una ideología o vendiendo un producto, sino proclamando una Palabra que le supera y le trasciende, que trae esperanza y paz, y que responde a los anhelos más profundos de la persona humana.

La voz del cristiano se escucha especialmente, más que con palabras sonoras, a través del testimonio de su vida. La semilla que hemos recibido con el Bautismo va dando fruto cada día con discreción y naturalidad a través de la amistad y del cuidado de los demás. «Si miramos a nuestro alrededor, a este mundo que amamos porque es hechura divina, advertiremos que se verifica la parábola: la palabra de Jesucristo es fecunda, suscita en muchas almas afanes de entrega y de fidelidad. La vida y el comportamiento de los que sirven a Dios han cambiado la historia, e incluso muchos de los que no conocen al Señor se mueven –sin saberlo quizá– por ideales nacidos del cristianismo»[4].

Sabernos elegidos por Dios y contemplar el bien que podemos sembrar a nuestro alrededor nos ayudará a dar sentido a las dificultades que se puedan presentar en nuestro camino. «La tarea evangelizadora enriquece la mente y el corazón, nos abre horizontes espirituales, nos hace más sensibles para reconocer la acción del Espíritu, nos saca de nuestros esquemas espirituales limitados. Simultáneamente, un misionero entregado experimenta el gusto de ser un manantial, que desborda y refresca a los demás. Solo puede ser misionero alguien que se sienta bien buscando el bien de los demás, deseando la felicidad de los otros. Esa apertura del corazón es fuente de felicidad, porque “hay más alegría en dar que en recibir” (Hch 20,35). Uno no vive mejor si escapa de los demás, si se esconde, si se niega a compartir, si se resiste a dar, si se encierra en la comodidad»[5]. En cambio, Dios premia la generosidad «con una humildad llena de alegría»[6].


«EL CRISTIANO se sabe injertado en Cristo por el Bautismo; habilitado a luchar por Cristo, por la Confirmación; llamado a obrar en el mundo por la participación en la función real, profética y sacerdotal de Cristo; hecho una sola cosa con Cristo por la Eucaristía»[7]. A través de los sacramentos somos constituidos en lo que es Jesús: Sacerdote, Rey y Profeta[8]. Todos, fieles laicos y pastores, cada uno a su manera, participamos en la misión de la Iglesia, que es expresión verdadera del triple oficio que Cristo desempeña en favor de su pueblo[9].

Por un lado, el sacerdocio común nos consagra y nos da la capacidad de llevar a Dios todas las cosas, ofreciéndole el sacrificio de nuestra propia existencia. Como escribe san Pablo: «Tanto si coméis, como si bebéis, o hacéis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (1Co 10,31). Cualquiera de nuestras acciones, desde las que consideramos más insignificantes hasta las más importantes, pueden ser ofrecidas al Señor. Por otro lado, también podemos participar en la función real de Cristo, que siendo Señor del universo se hizo servidor de todos[10]. Para el cristiano, «servir a Cristo es reinar»[11]. Ser rey no consiste en mandar para que otros obedezcan. Reinar con Cristo es servir por amor, reinar es ponerse de rodillas y lavar los pies de los demás, como hizo Jesús con los apóstoles.

El fiel cristiano participa, finalmente, también del carácter profético de Cristo. Es profeta sobre todo cuando profundiza en la comprensión de la fe y se hace testigo de Jesús en medio de este mundo[12]. El profeta no es el que anuncia cosas futuras, sino aquella persona que habla en nombre de Dios, que ayuda a los demás a interpretar la propia historia y las circunstancias más comunes desde los ojos divinos. Por nuestro Bautismo todos somos en este sentido profetas del Señor, llamados a anunciar a nuestros familiares, amigos y conocidos la belleza de su amor y de su misericordia. Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude a ser fieles a la misión que Dios nos ha dado, sabiendo que de nuestro sí «dependen muchas cosas grandes»[13].



22 de julio de 2025

Santa María Magdalena

 


Cercana a la Cruz, [María Magdalena] nos ofreció una lección de fortaleza; y luego, acudiendo a la tumba del Crucificado, no permitió que la esperanza 
se apagara en el mundo.


Evangelio (Jn 20, 1-2; 11-18)


El día siguiente al sábado, muy temprano, cuando todavía estaba oscuro, fue María Magdalena al sepulcro y vio quitada la piedra del sepulcro. Entonces echó a correr, llegó hasta donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, el que Jesús amaba, y les dijo: -Se han llevado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto.


María estaba fuera, llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba se inclinó hacia el sepulcro, y vio a dos ángeles de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies, donde había sido colocado el cuerpo de Jesús. Ellos dijeron:


-Mujer, ¿por qué lloras?


-Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto -les respondió.


Dicho esto, se volvió hacia atrás y vio a Jesús de pie, pero no sabía que era Jesús. Le dijo Jesús:


-Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?


Ella, pensando que era el hortelano, le dijo:


-Señor, si te lo has llevado tú, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré.


Jesús le dijo:


-¡María!


Ella, volviéndose, exclamó en hebreo:


-¡”Rabbuni”! -que quiere decir: «Maestro».


Jesús le dijo:


-Suéltame, que aún no he subido a mi Padre; pero vete donde están mis hermanos y diles: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios».


Fue María Magdalena y anunció a los discípulos:


-¡He visto al Señor!, y me ha dicho estas cosas.


PARA TU RATO DE ORACION 



UN NUMEROSO grupo de mujeres acompañaba al Señor y a los apóstoles (cfr. Lc 8,3). Con su servicio, cooperaban en la tarea apostólica de la predicación del Reino de Dios (Lc 8,1). Sin embargo, las mujeres, a diferencia de la mayoría de los discípulos, no abandonaron a Jesús en la Pasión: fueron su consuelo permaneciendo junto a él al pie de la cruz. Son también «las primeras en estar junto al sepulcro. Son las primeras que lo encuentran vacío. Son las primeras en oír: “No está aquí: ha resucitado, como había dicho”. Son las primeras en abrazar sus pies. También son las primeras llamadas a anunciar esta verdad a los apóstoles»[1]. Al contemplar el comportamiento de estas santas mujeres, san Josemaría exclamaba: «Más recia la mujer que el hombre, y más fiel, a la hora del dolor. –¡María de Magdala y María Cleofás y Salomé! Con un grupo de mujeres valientes, como esas, bien unidas a la Virgen Dolorosa, ¡qué labor de almas se haría en el mundo!»[2].

Esta misma fidelidad y fortaleza se renuevan con el pasar de los siglos, de generación en generación, como lo manifiesta la historia de la Iglesia. La mujer ha tenido «un papel activo e importante en la vida de la Iglesia primitiva, en la construcción, desde sus fundamentos, de la primera comunidad cristiana y de las comunidades posteriores, gracias a sus carismas y a sus múltiples maneras de servir»[3]. Sin duda, «la historia del cristianismo hubiera tenido un desarrollo muy diferente si no se hubiera contado con la aportación generosa de muchas mujeres»[4]. También hoy, en nuestros días, «la mujer está llamada a llevar a la familia, a la sociedad civil, a la Iglesia, algo característico, que le es propio y que solo ella puede dar: su delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su agudeza de ingenio, su capacidad de intuición, su piedad profunda y sencilla, su tenacidad»[5].


ENTRE aquellas mujeres que seguían a Cristo destaca, de manera particular, «María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios» (Lc 8,2). Ella acompañó a la Virgen en el camino de la cruz. Junto con la Madre de Dios y el discípulo amado, recogió el último suspiro del Señor y contempló su costado traspasado. En la madrugada del día de Pascua fue la primera que se encontró con el Señor (cfr. Mc 16,9). Posteriormente, fue ante los apóstoles testigo ocular de Cristo resucitado.

Jesús le encargó de manera especial a María Magdalena la tarea de anunciarles su gloriosa Resurrección: «Ve a mis hermanos y diles: “Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro”. Ella fue y anunció a los discípulos: “He visto al Señor y ha dicho esto”» (Jn 20,17). Por este motivo, santo Tomás de Aquino reserva para ella el calificativo único de «apóstol de los apóstoles», y añade: «Así como una mujer anunció al primer hombre palabras de muerte, así también una mujer anunció a los apóstoles palabras de vida»[6].

Siguiendo el ejemplo de María Magdalena, los cristianos tenemos la misión de «proclamar a Cristo vivo»[7], dando con ilusión testimonio de su reinado por toda la tierra. Ella se llenó de alegría cuando descubrió, en la puerta del sepulcro, que aquel a quien buscaba muerto estaba vivo, y de nuevo la llamaba por su nombre. «¡Qué bonito es pensar que la primera aparición del Resucitado (...) sucedió de una forma tan personal! Que hay alguien que nos conoce, que ve nuestro sufrimiento y desilusión, que se conmueve por nosotros, y nos llama por nuestro nombre. (...) Cada hombre es una historia de amor que Dios escribe en esta tierra»[8]. Por medio de nuestro testimonio y de nuestras palabras, podemos anunciar que el Señor ha resucitado: él vive entre nosotros, nos llama por nuestro nombre y nos trae la salvación.


ANTES de encontrarse con Cristo, la Magdalena había tenido una vida llena de problemas: el Señor había expulsado siete demonios de ella. A partir de su curación, comenzó a seguir al Maestro, movida sin duda por amor y agradecimiento. En la Pasión no se separó de su lado, y acompañó a los discípulos que llevaban su cuerpo hasta el sepulcro. El domingo, antes de que amaneciera, corrió para terminar de embalsamar a su Maestro. Aún creyendo que estaba muerto, ardía en deseos de Cristo.

Desde aquel milagro, el más grande de todos, el corazón de la Magdalena latía de una manera especial. Sus debilidades habían sido muchas, pero no dejó que el pecado guiase más su vida: había descubierto un amor que daba sentido a su existencia. Por eso fue la primera en ir al sepulcro. Y aunque en un primer momento no dio con Jesús, «perseveró luego en la búsqueda, y así fue como lo encontró; con la dilación, iba aumentando su deseo, y este deseo aumentado le valió hallar lo que buscaba»[9].

María Magdalena nos muestra que la vida cristiana se arraiga en nuestra experiencia personal con Cristo. A partir de nuestro encuentro con Jesús, nace el deseo de llevar una nueva vida, centrada en el Señor. En compañía de las santas mujeres, seguramente la Magdalena forjó una estrecha amistad con la Madre de Jesús. Podemos pedirles a ambas que nos den aquel amor perseverante con el que se mantuvieron unidas al Señor al pie de la cruz.




21 de julio de 2025

ÉL ES EL UNICO CAMINO

 



 Evangelio Mateo 12, 38-42

En aquel tiempo, le dijeron a Jesús algunos escribas y fariseos: "Maestro, queremos verte hacer una señal prodigiosa". El les respondió: "Esta gente malvada e infiel está reclamando una señal, pero la única señal que se le dará, será la del profeta Jonás. Pues de la misma manera que Jonás estuvo tres días y tres noches en el vientre de la ballena, así también el Hijo del hombre estará tres días y tres noches en el seno de la tierra.

Los habitantes de Nínive se levantarán el día del juicio contra esta gente y la condenarán, porque ellos se convirtieron con la predicación de Jonás, y aquí hay alguien más grande que Jonás.

La reina del sur se levantará el día del juicio contra esta gente y la condenará, porque ella vino de los últimos rincones de la tierra a oír la sabiduría de Salomón, y aquí hay alguien más grande que Salomón''.


PARA TU RATO DE ORACION 

Nuestro Señor sabe que la petición de los escribas y fariseos es insincera y carente de buena fe. Con su petición formal quieren poner a prueba a Jesús, y probablemente están dispuestos a atribuir a Beelzebul (como lo habían hecho poco antes, cf. Mt 12,24) cualquier milagro que pueda realizar. Así que Él rechaza firmemente su petición.


A continuación, se refiere a una “señal de Jonás”. Esta señal opera en varios niveles. En concreto, como dice el Evangelio, los tres días y las tres noches de Jonás en el vientre de la ballena, son un signo del intervalo entre la muerte y la resurrección de Nuestro Señor. Esta interpretación se apoya también en el signo paralelo del templo reconstruido en tres días. Cuando el mismo grupo de personas le había preguntado: “¿Qué signo nos das para hacer esto?” Jesús respondió: “Destruid este templo y en tres días lo levantaré” (Jn 2,17-22).


Pero hay otros puntos claros de comparación con Jonás, y probablemente Jesús se refería a ellos también. Más ampliamente, toda la misión de Jonás es un signo: el sacrificio voluntario de su vida para salvar a sus compañeros, su huida milagrosa de la muerte y el éxito maravilloso de su predicación en Nínive. Todo ello tiene su paralelo en la muerte redentora de Nuestro Señor, su resurrección y el posterior éxito del Evangelio.


Los escribas y fariseos, educados en las Escrituras, también podían entender la advertencia de las palabras de Nuestro Señor: “Daos cuenta que aquí hay algo más que Jonás”. Se obstinaban en rechazar el mensaje de Jesús. Sin embargo, los ninivitas se habían arrepentido cuando fueron confrontados con el mensaje de Jonás, “De aquí a cuarenta días Nínive será destruida”. Así pues, si los escribas y fariseos seguían despreciando el mensaje de Nuestro Señor, también se enfrentarían al desastre, y –parece añadir– que le ocurrirá a esta generación.


En cuanto a nosotros, todo el pasaje es una exhortación a volvernos a Nuestro Señor y aceptar sus enseñanzas, pues son el verdadero y único camino de salvación.