Evangelio (Mt 13, 24-30)
En aquel tiempo, Jesús propuso otra parábola al gentío: “El Reino de los Cielos es como un hombre que sembró buena semilla en su campo. Pero, mientras dormían los hombres, vino su enemigo, sembró cizaña en medio del trigo y se fue. Cuando brotó la hierba y echó espiga, entonces apareció también la cizaña. Los siervos del amo de la casa fueron a decirle: «Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿Cómo es que tiene cizaña?» Él les dijo: «Algún enemigo lo habrá hecho».
Le respondieron los siervos: «¿Quieres que vayamos a arrancarla?» Pero él les respondió: «No, no vaya a ser que, al arrancar la cizaña, arranquéis también con ella el trigo. Dejad que crezcan juntos hasta la siega. Y al tiempo de la siega les diré a los segadores: “Arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla; el trigo, en cambio, almacenadlo en mi granero».”
PARA TU RATO DE ORACION
Hace unos días a raíz de esta fiesta nos escribía el prelado del OD Padre Fernando Ocariz y nos decía:
Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
La memoria litúrgica de los padres de la Santísima Virgen –san Joaquín y santa Ana–, que celebraremos el próximo día 26, me lleva a dar gracias al Señor por la realidad de que la Obra es verdadera familia. Como escribía san Josemaría: «Todos los que pertenecemos al Opus Dei, hijos míos, formamos un solo hogar: la razón de que constituyamos una sola familia no se basa en la materialidad de convivir bajo un mismo techo. Como los primeros cristianos, somos cor unum et anima una (Hch 4,32) y nadie en la Obra podrá sentir jamás la amargura de la indiferencia» (Carta 11, n. 23).
Gracias a Dios, no queremos que nadie en el Opus Dei sienta esa amargura de la indiferencia. Por eso procuramos evitar que la diversidad de caracteres, de horarios de trabajo o las muy diversas circunstancias de la vida ordinaria puedan llevar, en alguna ocasión, a una cierta indiferencia práctica hacia los demás. Para que todos vivamos con un solo corazón y una sola alma, es esencial que cualquier cosa de nuestros hermanos sea, de verdad, muy nuestra. No dudemos en acudir al Señor para que nos dé un corazón como el suyo, capaz de ensancharse «en un crescendo de cariño que supera todas las barreras» (Via Crucis, VIII Estación, n. 5). Al meditar cómo Cristo murió por nosotros, reconocemos un amor que no entiende de condicionales y que lleva a dar también la propia vida por nuestros hermanos. Como recordaba el Papa León XIV recientemente: «Jesús es la revelación del verdadero amor hacia Dios y hacia el hombre. Amor que se da y no posee, amor que perdona y no exige, amor que socorre y nunca abandona» (León XIV, Ángelus, 13-VII-2025).
En los próximos días comenzará en Roma el Jubileo de los jóvenes. Recemos para que esos días supongan un momento fuerte en la vida de los participantes, un verdadero encuentro con Cristo vivo: él es la esperanza que no defrauda (cfr. Rm 5,5), el único capaz de saciar nuestros anhelos de felicidad.
Sigamos rezando también por el trabajo de los Estatutos, que –como os anuncié– están siendo revisados por la Santa Sede.
Con todo cariño, os bendice
vuestro Padre Fernando
UN DÍA, mientras Jesús estaba predicando, una mujer se hizo oír entre la multitud para alabar a su Madre: «Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron» (Lc 11,27). Hoy, la Iglesia nos invita a remontarnos más atrás en esa cadena de agradecimiento. Primero, nos dice: «Alabemos a Joaquín y a Ana por su hija: porque en ella el Señor les dio la bendición de todos los hombres»[1]. Y después, nos anima a ir aún más allá: «Hagamos el elogio de nuestros padres según sus generaciones. Ellos fueron hombres de bien, cuyos méritos no han quedado en el olvido. En sus descendientes se conserva una rica herencia» (Sir 44,1.10-11).
Dios se hizo hombre con todas sus consecuencias. Al acoger María a Jesús en su seno, toda su familia lo acogió con ella: una familia con raíces propias, con una historia en la que se entreteje la misericordia de Dios con las decisiones libres de muchos hombres y mujeres. Jesús se dejó moldear por esa herencia, que plasmó los rasgos de su personalidad, y le dio un pasado, unos lazos, unas costumbres, unas tradiciones. El Señor entró plenamente en aquel hogar: «Esta es mi casa por siempre, aquí viviré, porque la deseo» (Sal 131,14).
San Mateo y san Lucas dedicaron un amplio espacio en sus evangelios a la genealogía de Jesús. Hoy nosotros podemos también levantar la mirada hacia la cadena de generaciones que nos precede y de la que el Señor se ha servido para llamarnos a la vida. Es reconfortante descubrir que no nos ha querido como un verso suelto, sino como eslabones de una cadena; nos ha dado un terreno firme en donde podemos ponernos de pie, una tierra preparada por Dios con ilusión, pensando personalmente en nosotros, para que echemos allí nuestras raíces.
SEGÚN una tradición, Joaquín y Ana tenían una casa en Jerusalén, a dos pasos de la piscina probática, donde se reunía una gran multitud de enfermos y donde Jesús, ya adulto, curaría a un paralítico[2]. En aquella casa nació su madre, María; y quizá fue allí donde se alojó la Sagrada Familia en sus frecuentes subidas a Jerusalén, dando a Jesús la oportunidad de disfrutar del cariño de sus abuelos.
Al igual que los padres, los abuelos ofrecen «un testimonio del valor y del sentido de la vida encarnado en una existencia concreta, confirmado en las diversas circunstancias y situaciones que se suceden a lo largo de los años»[3]. Al mismo tiempo, contribuyen de una manera única al ambiente familiar a través de la comprensión y el cariño. En efecto, es propio de la juventud querer que las cosas salgan con perfección a la primera. No obstante, tarde o temprano es inevitable darse cuenta de que los fracasos, muchas veces, serán más frecuentes que las victorias. Es entonces cuando la frustración amenaza con robar la esperanza. Los abuelos, que han pasado ya por esa situación y han visto muchas cosas en la vida, pueden comprender el sentimiento de sus nietos.
Dios nos puede hacer llegar su ternura a través de los abuelos. Ellos, con su disponibilidad y su escucha, nos ayudan a relativizar nuestras derrotas y, sobre todo, a fijarnos en todo lo bueno que nos rodea. «Cuando estábamos creciendo y nos sentíamos incomprendidos o asustados por los desafíos de la vida, se fijaron en nosotros, en lo que estaba cambiando en nuestro corazón, en nuestras lágrimas escondidas y en los sueños que llevábamos dentro. Todos hemos pasado por las rodillas de los abuelos, que nos han llevado en brazos. Y es gracias también a este amor que nos hemos convertido en adultos»[4].
EN OCASIONES, el ritmo con el que nos movemos no nos facilita compartir tiempo suficiente con los miembros de nuestra familia; cuánto más esto puede darse con aquellos que no habitan en nuestra casa. San Josemaría solía repetir que quien padece alguna limitación o quien está enfermo es un tesoro para la familia, pues puede ser el detonante del crecimiento del amor. Algo similar se podría decir también de los mayores. Con el cuidado y el cariño que les dirigimos no solo estamos realizando un acto de justicia, sino que estamos ensanchando nuestra capacidad de amar. Escucharles con atención, ayudarles en una tarea o manifestarles cariño y cercanía son algunos gestos que sacian nuestra sed por construir relaciones fuertes, especialmente dentro de la familia.
Entre jóvenes y ancianos se puede entablar una relación que enriquece a los dos. Los jóvenes pueden aprender de los mayores actitudes como la disponibilidad o la generosidad, además de las experiencias concretas de la vida que les puedan transmitir; también les permiten conocer el pasado para afrontar el futuro. Los ancianos, por su parte, se sienten rejuvenecidos al contacto con los más jóvenes; estos últimos les recuerdan que no se encuentran solos y que tienen mucho que aportar. «La ancianidad (...) es una estación para seguir dando frutos. Hay una nueva misión que nos espera y nos invita a dirigir la mirada hacia el futuro»[5]. Podemos pedir a la Virgen María que nos enseñe a honrar a nuestros abuelos y a nuestros mayores, para perpetuar esta cadena de bendiciones que Dios derrama abundantemente de generación en generación.