"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

4 de agosto de 2022

El Cura de Ars

 



Evangelio (Mt 16,13-23)


Cuando llegó Jesús a la región de Cesarea de Filipo, comenzó a preguntar a sus discípulos:


—¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?


Ellos respondieron:


—Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, y otros que Jeremías o alguno de los profetas.


Él les dijo: —Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?


Respondió Simón Pedro:


—Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.


Jesús le respondió:


—Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que ates sobre la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desates sobre la tierra quedará desatado en los cielos.


Entonces ordenó a los discípulos que no dijeran a nadie que él era el Cristo.


Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y padecer mucho por causa de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser llevado a la muerte y resucitar al tercer día.


Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderle diciendo:


—¡Dios te libre, Señor! De ningún modo te ocurrirá eso.


Pero él se volvió hacia Pedro y le dijo:


—¡Apártate de mí, Satanás! Eres escándalo para mí, porque no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres.


Comentario


Cuando Jesús lanza una pregunta comprometedora a los Doce -¿quién soy yo para vosotros?- Pedro es el que responde con mayor audacia: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Con esa respuesta, parece que Pedro se eleva por encima de todos. Jesús le hace ver que en sus palabras hay algo que va más allá de cualquier conclusión meramente humana: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos”. Quizá el mismo Pedro no entendería todo el alcance de su confesión de fe. En cualquier caso, en ese momento ha sido capaz de ver más allá de “la carne y la sangre” y se convierte en nada menos que la roca sobre la que se edificaría la Iglesia de Cristo.


Pedro parece volar altísimo y, sin embargo, poco después se desploma. Jesús explica que precisamente su misión mesiánica pasa por la humillación y la muerte, y Pedro simplemente no entiende. Aún más, con cierta ingenuidad y arrogancia se pone a reprender a Jesús. Pretende encerrar la grandeza de Cristo dentro de sus conceptos humanos. Y es entonces cuando recibe esa dura llamada de atención: “¡Apártate de mí Satanás!”.


Cuando Pedro se mueve por una visión simplemente humana, cae y se convierte en motivo de escándalo. En cambio, cuando se deja mover por la gracia, es capaz de elevarse y tener un conocimiento profundo de Dios.


Lo que le sucedió a Pedro también nos puede suceder a nosotros. En ocasiones parece que vemos todo claro, que todas las piezas de nuestra vida cristiana encajan perfectamente, y que incluso somos capaces de dar luz a los demás. Son momentos para llenarnos de agradecimiento por las luces que Dios nos da. Pero si nos descuidamos, si empezamos a tener una excesiva seguridad en nuestras ideas y opiniones, nos podemos derrumbar. Y entonces empezamos a razonar desde una perspectiva simplemente humana. No entendemos los planes de Dios y con nuestras quejas parece como si estuviéramos intentando corregir al Señor, como hizo Pedro.


En una de sus cartas, san Josemaría empleaba la imagen del polvo que es levantado por el aire. Cuando sopla el viento, el polvo es elevado e incluso puede parecer dorado, porque refleja los rayos del sol. Lo mismo sucede en nuestra vida: aunque a veces nos sintamos poca cosa, cuando dejamos que nos mueva el soplo del Espíritu Santo nos podemos levantar muy alto. Con una actitud de humildad y de apertura sincera a lo que Dios quiera, seremos capaces de movernos con soltura por las alturas de la vida de fe, reflejando la luz de Dios a las personas que nos rodean.


Para tu Oración personal


Los juicios críticos y el quinto mandamiento.

Pensar lo mejor posible de los demás.

El amor de Dios nos libera de la envidia.

«LOS CENTINELAS esperan a la aurora, pero tú Israel, espera en el Señor; pues en el Señor está la misericordia, en él la Redención abundante» (Sal 131,7-8). Los cristianos esperamos en un Dios que es perdón y misericordia, queremos mirar el mundo junto a él. Así también se podría definir la lucha por la santidad: esa progresiva identificación de nuestra mirada con la suya. Esa tarea parte de la purificación de nuestro corazón, a lo que la Cuaresma nos invita incesantemente. Pero sabemos que no se trata de un proceso automático. A veces nos puede parecer que estamos demasiado inclinados al juicio temerario, a mirar las cosas solo desde nuestro punto de vista, sin ser conscientes del daño que hacemos a los demás y que nos hace a nosotros mismos. Jesús relaciona estas rencillas y enemistades con el quinto mandamiento, aquel que manda no matar (cfr. Mt 5,21-24).


«¿Quién puede juzgar al hombre? La tierra entera está llena de juicios temerarios. En efecto, aquel de quien desesperábamos, en el momento menos pensado, súbitamente se convierte y llega a ser el mejor de todos. Aquel, en cambio, en quien tanto habíamos confiado, en el momento menos pensado, cae súbitamente»1. El Reino de Dios está entre nosotros, y solo el Señor ocupará el lugar de juez. ¿Por qué caemos con tanta frecuencia en los juicios críticos? «¡Qué fácil es criticar a los otros! (...). El Espíritu Santo, además de donarnos la mansedumbre, nos invita a la solidaridad, a llevar los pesos de los otros. ¡Cuántos pesos están presentes en la vida de una persona: la enfermedad, la falta de trabajo, la soledad, el dolor…! ¡Y cuántas otras pruebas que requieren la cercanía y el amor de los hermanos!»2.


NO ES FÁCIL desactivar el mecanismo interior que nos lleva a la crítica; pero el Espíritu Santo puede darnos luz para descubrir lo que sucede en nuestro corazón cuando surgen esas emociones negativas. «El dedo que señala y el juicio que hacemos de los demás son a menudo un signo de nuestra incapacidad para aceptar nuestra propia debilidad, nuestra propia fragilidad. Sólo la ternura nos salvará de la obra del Acusador (cf. Ap 12,10). Por esta razón es importante encontrarnos con la Misericordia de Dios, especialmente en el sacramento de la Reconciliación, teniendo una experiencia de verdad y ternura»3. Una conciencia profunda del perdón, de no haber hecho méritos para merecer tanta bondad de Dios, nos llevará a considerar de la misma manera a los demás, con una mirada benevolente. Algunas veces, juzgar a los otros puede ser síntoma de creernos merecedores de la gracia, consecuencia de un Dios que no ama, sino que paga.


Un camino para no caer en el juicio crítico es pensar siempre lo mejor posible de los demás. Santo Tomás de Aquino señalaba que «puede suceder que quien interpreta en el mejor sentido se engañe más frecuentemente; pero es mejor que alguien se engañe muchas veces teniendo buen concepto de un hombre malo que el que se engaña raras veces pensando mal de un hombre bueno, pues en este caso se hace injuria a otro, lo que no ocurre en el primero»4. Es mejor equivocarse, pensando bien, que injuriar por pensar mal. «Paradójicamente, incluso el Maligno puede decirnos la verdad, pero, si lo hace, es para condenarnos. Sabemos, sin embargo, que la Verdad que viene de Dios no nos condena, sino que nos acoge, nos abraza, nos sostiene, nos perdona»5. «Acostúmbrate a hablar cordialmente de todo y de todos –recomendaba san Josemaría–; en particular, de cuantos trabajan en el servicio de Dios. Y cuando no sea posible, ¡calla!: también los comentarios bruscos o desenfadados pueden rayar en la murmuración o en la difamación»6.


«SI LLEVAS cuenta de las culpas, Señor, Señor mío, ¿quién podrá quedar en pie?» (Sal 130, 3), nos preguntamos con el salmista. Por eso, nos consuela pensar cuánto nos ha perdonado Dios a cada uno, considerar su amor totalmente gratuito para nosotros, a pesar de nuestras traiciones. Sin embargo, paradójicamente a veces la envidia nos lleva a entristecernos por los bienes ajenos, fundamentalmente por el amor o la honra que reciben. Si fuéramos plenamente conscientes de cómo es la estima de Dios por cada uno de nosotros, no cabría en nuestro corazón esta desviación.


El santo cura de Ars decía que «si tuviésemos la dicha de estar libres del orgullo y de la envidia, nunca juzgaríamos a nadie, sino que nos contentaríamos con llorar nuestras miserias espirituales, orar por los pobres pecadores, y nada más, bien persuadidos de que Dios no nos pedirá cuenta de los actos de los demás, sino sólo de los nuestros»7. Sin embargo, mientras no aprendamos a alegrarnos con los bienes de los demás, con su brillo por encima del nuestro, la envidia nos acompañará a lo largo de nuestra carrera en la tierra. Para nuestra fortuna, Jesús aceptará un juicio injusto que herirá su honra para que nosotros seamos librados de cualquier condena; para vernos librados de la misma necesidad de juzgar y de juzgarnos.


«La Trinidad Beatísima ha coronado a nuestra Madre. —Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo, nos pedirá cuenta de toda palabra ociosa. Otro motivo para que digamos a Santa María que nos enseñe a hablar siempre en la presencia del Señor»8.