"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

13 de junio de 2024

POR EL PERDON AL AMOR

 



Evangelio (Mt 5, 20-26)


Os digo, pues, que si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos.


Habéis oído que se dijo a los antiguos: No matarás, y el que mate será reo de juicio. Pero yo os digo: todo el que se llene de ira contra su hermano será reo de juicio; y el que insulte a su hermano será reo ante el Sanedrín; y el que le maldiga será reo del fuego del infierno.


Por lo tanto, si al llevar tu ofrenda al altar recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, vete primero a reconciliarte con tu hermano, y vuelve después para presentar tu ofrenda. Ponte de acuerdo cuanto antes con tu adversario mientras vas de camino con él; no sea que tu adversario te entregue al juez y el juez al alguacil y te metan en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que restituyas la última moneda.



PARA TU RATO DE ORACION 



«SI AL LLEVAR tu ofrenda al altar recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, vete primero a reconciliarte con tu hermano, y vuelve después para presentar tu ofrenda» (Mt 5,23-24). La Eucaristía, el sacramento del altar, tiene el poder de transformar nuestras relaciones con los demás; Jesús nos pide que amemos como él, y se queda bajo las formas de pan y de vino para que ese amor sea posible. La nueva alianza sellada con la sangre de Cristo nos puede hacer capaces de reconciliarnos con aquellos de quienes nos hemos alejado.


«Este cariño que os tengo, hijos, no es caridad oficial, seca –decía san Josemaría–; es caridad verdadera y cariño humano sensible porque sois mi tesoro»1. Hay en estas palabras un eco de aquellas de san Pablo: «No ceso de dar gracias por vosotros, al recordaros en mis oraciones» (Ef 1,16). «Cada persona es digna de nuestra entrega. No por su aspecto físico, por sus capacidades, por su lenguaje, por su mentalidad o por las satisfacciones que nos brinde, sino porque es obra de Dios, criatura suya. Él la creó a su imagen, y refleja algo de su gloria. Todo ser humano es objeto de la ternura infinita del Señor, y Él mismo habita en su vida»2.


Por el contrario, mantener rencillas con otras personas nos aleja también de Dios, no damos espacio para que nos inunde su paz. Podemos pedir al Señor la disposición de los santos para reconocer la imagen divina en nuestros hermanos y, así, unirnos cada vez más a Dios en la santa Misa.


«TODO EL que se llene de ira contra su hermano será reo de juicio» (Mt 5,22). El Señor nos muestra la fuente de casi todos los conflictos: nuestra poca capacidad para comprender las debilidades propias y ajenas. Detrás de un juicio demasiado severo con los demás, no es raro encontrarnos con errores personales no descubiertos del todo. «El dedo que señala y el juicio que hacemos de los demás son a menudo un signo de nuestra incapacidad para aceptar nuestra propia debilidad, nuestra propia fragilidad»3.


El Catecismo de la Iglesia nos recomienda un camino seguro: «Interpretar, en cuanto sea posible, en un sentido favorable los pensamientos, palabras y acciones del prójimo»4. El pecado, al ser un alejamiento de Dios y de los demás, lleva una pena en sí mismo. Con sus palabras, Jesús nos pone delante de las consecuencias intrínsecas de la incomprensión hacia los demás: nosotros mismos quedamos atrapados por los juicios que hacemos.


Muy diferente es la mirada divina que queremos desarrollar nosotros también. Con la ayuda de la Eucaristía, podemos alcanzar el perdón nuestro y de los demás. Jesús asume los errores de todos, nuestras faltas y pecados. Cuando ayudamos a los demás en lugar de juzgarlos, somos receptores de la caridad infinita que se aplicará a sus heridas, del ungüento divino que es capaz de curar cualquier dolor y sufrimiento.


«PUESTOS en camino nos chocamos, indefectiblemente, con el hombre herido»5. Es imposible que no encontremos fragilidad en nuestra vida. Sin embargo, esas heridas pueden ser un momento de gracia si aprendemos a descubrir cómo es la reacción divina ante ese dolor y ese sufrimiento: «Siguiendo el ejemplo del Señor, comprended a vuestros hermanos con un corazón muy grande, que de nada se asuste, y queredlos de verdad. Yo os quiero como os quieren vuestras madres (...). Al ser muy humanos, sabréis pasar por encima de pequeños defectos y ver siempre, con comprensión maternal, el lado bueno de las cosas»6.


«La lengua ha de ser también transformada, purificada. La lengua da sonido a la música que suena en el corazón»7. Si no hemos logrado hacer nuestra la mirada compasiva de Jesús, no es extraño que, al final del día, acumulemos algunos juicios críticos hacia los demás. Por eso, el mejor lugar para albergar a quienes nos rodean no es solo nuestra cabeza, sino también en el corazón; es en la oración y en el examen de conciencia donde podemos pedir a Dios que transforme cualquier crítica o queja, en deseos de comprender y querer a nuestros hermanos tal como ellos son, y no como nos gustaría que fuesen.


Una madre es incapaz de pensar mal de un hijo suyo, siempre encuentra una excusa que lo justifica. María tiene esa misma actitud con cada uno de nosotros. Podemos acudir a ella para que nos ayude a tener esa mirada con las personas que están cerca de nosotros.