"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

23 de octubre de 2024

AMOR A LA CONFESION

 



Evangelio (Lc 12, 39-48)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Sabed esto: si el dueño de la casa conociera a qué hora va a llegar el ladrón, no permitiría que se horadase su casa. Vosotros estad también preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre».


Y le preguntó Pedro: «Señor, ¿dices esta parábola por nosotros o por todos?»


El Señor respondió: «¿Quién es, pues, el administrador fiel y prudente a quien el amo pondrá al frente de la casa para dar la ración adecuada a la hora debida? Dichoso aquel siervo a quien su amo cuando vuelva encuentre obrando así. En verdad os digo que le pondrá al frente de toda su hacienda. Pero si ese siervo dijera en sus adentros: “Mi amo tarda en venir”, y comenzase a golpear a los criados y criadas, a comer, a beber y a emborracharse, llegará el amo de aquel siervo el día menos pensado, a una hora imprevista, lo castigará duramente y le dará el pago de los que no son fieles. El siervo que, conociendo la voluntad de su amo, no fue previsor ni actuó conforme a la voluntad de aquél, recibirá muchos azotes; en cambio, el que sin saberlo hizo algo digno de castigo, recibirá pocos azotes. A todo el que se le ha dado mucho, mucho se le exigirá, y al que le encomendaron mucho, mucho le pedirán».


PARA TU RATO DE ORACION 


EN SU CARTA a los Romanos, san Pablo quiso prevenir a los cristianos sobre la realidad del pecado y les animó a ponerse por entero al servicio del Señor: «Que el pecado no siga dominando vuestro cuerpo mortal, ni seáis súbditos de los deseos del cuerpo. No pongáis vuestros miembros al servicio del pecado, como instrumentos para la injusticia; ofreceos a Dios como hombres que de la muerte han vuelto a la vida, y poned a su servicio vuestros miembros, como instrumentos para la justicia» (Rm 6,12-13).


San Pablo, como muchos santos, es bien consciente de lo mucho que el pecado nos promete y de lo poquísimo que cumple; de lo mucho que quita y de lo poco que ofrece; de la ilusión que suscita y de la amargura que deja. El pecado da al hombre una soberanía solo aparente y nos hace desconfiar de la soberanía de Dios, hasta el punto de que su presencia se difumina en el horizonte de la propia existencia. «Dos amores han dado origen a dos ciudades –escribe san Agustín–: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial. La primera se gloría en sí misma; la segunda se gloría en el Señor»[1]. En ocasiones la tentación subraya los aparentes beneficios inmediatos del pecado, que pueden resultar apetecibles. Sin embargo, la tentación siempre nos esconde lo que el pecado nos va a quitar, el bien que nos perdemos, la ciudad que abandonamos, las relaciones que dañamos.


En la medida en que tomamos posición a lo largo de nuestra vida, en el ámbito social y profesional, nos vamos convirtiendo en aquello que elegimos, nos vamos identificando con el objeto de nuestras determinaciones y desarrollamos una inclinación hacia los bienes, reales o aparentes, que perseguimos. Si escogemos el pecado, poco a poco nos inclinamos hacia esa ciudad de los hombres. Si optamos por el bien, aunque a veces pueda costar, nuestro corazón irá adquiriendo una connaturalidad hacia lo bueno, un gusto por la ciudad de Dios. De este modo, adquirimos una mirada «que nos permite ver las realidades terrenas con una nueva luz espiritual, la libertad para amar a Dios y a los hermanos con un corazón puro y vivir en la gozosa esperanza de la venida del Reino de Cristo»[2].


DURANTE su predicación, Jesús recuerda a la gente que elegir bien, formar un corazón inclinado a sus mandamientos, es algo posible y necesario. Y para ilustrar lo que quiere compartir con sus oyentes, acude a una parábola. Les habla de un administrador a quien su amo dejó a cargo de la hacienda. Ese servidor, sabiendo que su amo estaba lejos y que tardaría en llegar, se comportó de un modo egoísta y cruel. Cuando el señor llegó, lo sorprendió en ese estado y le sancionó severamente. Quizá ese siervo pensó que podía permitirse el lujo de vivir a costa de su señor. Tal vez se convenció de que él tenía el control, de que sabía calcular la llegada del amo y sería capaz de tapar sus malas obras y presentarse como alguien respetable. Pero la parábola deja entrever que esa es una falsa seguridad.


Orientar nuestro corazón hacia el bien no es algo que se consigue de un día para otro. El Señor, como al criado, nos concede un espacio de tiempo para que, con su gracia y con nuestra libertad, queramos dirigir nuestros afanes e ilusiones hacia él, porque eso es lo que nos hará de verdad felices. Y esto se traduce en consecuencias concretas en nuestro día a día que, si se viven con autenticidad, nos hacen descubrir la felicidad que proviene de vivir junto a Dios. «Si, por ejemplo, un joven desea convertirse en médico, tendrá que emprender un recorrido de estudios y de trabajo que ocupará algunos años de su vida, como consecuencia tendrá que poner límites, decir algún “no”, en primer lugar, a otros estudios, pero también a posibles entretenimientos o distracciones, especialmente en los momentos de estudio más intenso. Pero el deseo de dar una dirección a su vida y de alcanzar esa meta –llegar a ser médico era el ejemplo– le consiente superar estas dificultades. El deseo te hace fuerte, valiente, te hace ir adelante siempre»[3]. Por eso, san Josemaría solía emplear la imagen del combate para hablar de la santidad: un camino donde hallaremos pruebas pero también la paz. «Cuando hay amor, hay entereza: capacidad de entrega, de sacrificio, de renuncia. Y, en medio de la entrega, del sacrificio y de la renuncia, con el suplicio de la contradicción, la felicidad y la alegría. Una alegría que nada ni nadie podrá quitarnos»[4].


UN MEDIO que Dios nos ha dado para orientar nuestro corazón hacia él es el de la Confesión. Cuando acudimos a este sacramento es Jesús quien nos alienta y quien nos anima. «Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra» (Sal 123,7-8). Y en ese nombre nos perdona los pecados el sacerdote. Para quienes se han confesado después de mucho tiempo, se trata de un instante que no deja indiferente. Pero quienes acuden con frecuencia, quizá pueden pensar que sus confesiones son un poco rutinarias. En este sentido, san Josemaría recordaba que «el Señor instituyó el sacramento de la Penitencia no solo para perdonar los pecados, sino para darnos fortaleza y para que tuviéramos ocasión de recibir una orientación y una ayuda espiritual»[5]. Es decir, que aunque a nosotros nos parezca una confesión rutinaria, Dios nos está dando su gracia para afrontar esas luchas que componen nuestro día y para liberarnos del pecado: «Os quiero rebeldes, libres de toda atadura, porque os quiero –¡nos quiere Cristo!– hijos de Dios. Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida»[6].


En cada Confesión nos encontramos con el padre de la parábola que está esperándonos y que desea ardientemente que regresemos a casa. «Con demasiada frecuencia pensamos que la Confesión consiste en presentarnos a Dios cabizbajos. Pero, para empezar, no somos nosotros los que volvemos al Señor; es él quien viene a visitarnos, a colmarnos con su gracia, a llenarnos de su alegría. Confesarse es dar al Padre la alegría de volver a levantarnos. En el centro de lo que experimentaremos no están nuestros pecados, están, pero no están en el centro; sino su perdón: este es el centro»[7]. Por eso san Josemaría animaba a sus hijos a amar este sacramento: «A mí, me da tanta alegría acudir a este medio de la gracia, porque sé que el Señor me perdona y me llena de fortaleza. Y estoy persuadido de que, con la práctica piadosa de la Confesión sacramental, se aprende a tener más dolor y, por tanto, más amor»[8]. Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude a experimentar la alegría de recibir al Señor en nuestra casa cada vez que nos acercamos al sacramento de la Confesión.