Evangelio (Lc 12,49-53)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
— Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero sino que ya arda? Tengo que ser bautizado con un bautismo, y ¡qué ansias tengo hasta que se lleve a cabo! ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, os digo, sino división.
Pues desde ahora, habrá cinco en una casa divididos: tres contra dos y dos contra tres; se dividirán el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.
PARA TU RATO DE ORACION
MIENTRAS va de camino a Jerusalén, el Señor revela a sus discípulos algunos de los anhelos más profundos que lleva en su corazón: «Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero sino que ya arda? Tengo que ser bautizado con un bautismo, y ¡qué ansias tengo hasta que se lleve a cabo!» (Lc 12,49-50). El fuego, en este contexto, es el del amor divino, que desea comunicar a todas las almas para purificarlas y para encenderlas; con su bautismo se refiere Jesús a la cruz, donde iba a hacer patente ese ardiente amor por nosotros.
Estas palabras del Señor se grabaron intensamente en el alma de san Josemaría desde su juventud, incluso antes de que Dios le hiciera ver el Opus Dei: «Antes de saber lo que el Señor quería de mí –pero sabiendo que quería algo–, muchas veces expansionaba el corazón y decía a gritos aquel igne veni mittere in terram, et quid volo nisi ut accendatur? (Lc 12,49). Y contestaba, también cantando: Ecce ego quia vocasti me! (1 Sam 3,5ss). Mi hermano, entonces muy pequeño (...), se aprendió aquellas palabras sin saber lo que significaban, y de cuando en cuando venía a cantarlas, ¡muy mal cantadas!, a mi lado. Tenía que echarle: ¡vete, vete! Pero me daba mucha alegría oírselas, porque para mí eran un acicate: que lo sean también para vosotros; que no estéis nunca apagados; que os sepáis portadores de fuego divino, de luz divina, de calor de cielo, de amor de Dios, en todos los ambientes de la tierra»[1].
Jesús vino al mundo a traer la buena noticia de la salvación. Con esas palabras, «nos está diciendo que el Evangelio es como un fuego, porque es un mensaje que, cuando irrumpe en la historia, quema los viejos equilibrios de la vida, nos desafía a salir del individualismo, nos desafía a superar el egoísmo, nos desafía a pasar de la esclavitud del pecado y de la muerte a la vida nueva del Resucitado»[2]. La palabra de Jesús no deja indiferente, sino que enciende en cada uno la inquietud de ponerse en camino para escuchar la llamada del Señor y las necesidades de los demás. Por eso es como el fuego, porque «mientras nos calienta con el amor de Dios, quiere quemar nuestros egoísmos, iluminar los lados oscuros de la vida (...), consumir los falsos ídolos que nos hacen esclavos»[3].
LAS IMÁGENES del fuego y del bautismo hacen también referencia al día de Pentecostés. El fuego que ardía en el corazón de Cristo es el mismo fuego del Espíritu Santo: es él quien nos hace llegar la gracia divina. El fuego es imagen de la caridad, el amor de Dios que «ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5,5). Secundando dócilmente esta acción divina podemos aspirar a la santidad, enraizada en las circunstancias reales y concretas en que vivimos; una santidad, por tanto, «que asume, eleva y lleva a la perfección la personalidad de cada uno, sin destruirla»[4].
«Estamos acostumbrados a pensar que el amor proceda esencialmente de nuestro cumplimiento, de nuestro talento, de nuestra religiosidad. En cambio, el Espíritu nos recuerda que, sin el amor en el centro, todo lo demás es vano. Y que este amor no nace tanto de nuestras capacidades, este amor es un don suyo. Él nos enseña a amar y tenemos que pedir este don»[5]. Si nos dejamos guiar por el Paráclito, él podrá purificar nuestro corazón, de manera que podamos experimentar el gozo de la libertad, pues «donde está el Espíritu del Señor hay libertad» (2Co 3,17). «El Espíritu Santo da la posibilidad de ser, no meros observantes de la ley, sino libres, fervientes y fieles realizadores del designio de Dios»[6].
En este sentido, san Pablo escribió a los Romanos: «Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un Espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!» (Rm 8, 14-15). El Señor quiere que nuestra relación con él no sea la de un siervo con su amo, sino la de un hijo con su padre. Por eso, todas las acciones de nuestro día a día pueden ser un gesto de amor, también aquellas que requieren mayor sacrificio. Como recuerda el prelado del Opus Dei: «Se puede hacer con alegría –y no de mala gana– lo que cuesta, lo que no gusta, si se hace por y con amor y, por tanto, libremente»[7]. El Espíritu Santo nos podrá ayudar a que nuestras obras sean manifestación del amor que mueve nuestra vida.
EL FUEGO del amor de Dios fue encendido en nuestra alma por el bautismo, cuando el Espíritu Santo empezó a inhabitar en nosotros. Pero un fuego puede mantenerse intenso, o bien menguar hasta reducirse a una brasa bajo la ceniza, o incluso apagarse del todo. Los cristianos estamos llamados a mantener encendida la llama de la fe y del amor en nuestro corazón, y un buen modo de hacerlo es transmitirla a otros: dar luz y calor cada día, a quienes nos rodean, con nuestro testimonio, nuestra comprensión y nuestra amistad.
«La vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Esas personas son luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía»[8].
Podemos pensar en aquellas personas que, a lo largo de nuestra vida, nos han ofrecido esa luz del Señor. Con su auténtico cariño por nosotros y su profunda alegría quizá encendieron en nuestra alma el deseo de cultivar una mayor intimidad con Dios. Además de tener hacia ellas un sentimiento de gratitud, nos pueden impulsar a reflejar también esa luz a aquellos que nos rodean. Como hijos de Dios, somos «portadores de la única llama capaz de iluminar los caminos terrenos de las almas, del único fulgor, en el que nunca podrán darse oscuridades, penumbras ni sombras. –El Señor se sirve de nosotros como antorchas, para que esa luz ilumine… De nosotros depende que muchos no permanezcan en tinieblas, sino que anden por senderos que llevan hasta la vida eterna»[9]. Podemos pedir a la Virgen María que tengamos el mismo afán de su Hijo por extender el fuego de su amor por toda la tierra.