Evangelio (Lc 11, 15-26)
(Estaba expulsando un demonio que era mudo. Y cuando salió el demonio, habló el mudo y la multitud se quedó admirada;)
Pero algunos de ellos dijeron:
-Expulsa los demonios por Beelzebul, el príncipe de los demonios.
Y otros, para tentarle, le pedían una señal del cielo.
Pero él, que conocía sus pensamientos, les replicó: -Todo reino dividido contra sí mismo queda desolado y cae casa contra casa. Si también Satanás está dividido contra sí mismo, ¿cómo se sostendrá su reino? Puesto que decís que expulso los demonios por Beelzebul. Si yo expulso los demonios por Beelzebul, vuestros hijos ¿por quién los expulsan? Por eso, ellos mismos serán vuestros jueces. Pero si yo expulso los demonios por el dedo de Dios, es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros.
Cuando uno que es fuerte y está bien armado custodia su palacio, sus bienes están seguros; pero si llega otro más fuerte y le vence, le quita las armas en las que confiaba y reparte su botín.
El que no está conmigo está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama.
Cuando el espíritu impuro ha salido de un hombre, vaga por lugares áridos en busca de descanso, pero al no encontrarlo dice: 'Me volveré a mi casa, de donde salí'. Y al llegar la encuentra bien barrida y en orden. Entonces va, toma otros siete espíritus peores que él, y entrando se instalan allí, con lo que la situación última de aquel hombre resulta peor que la primera.
PARA TU RATO DE ORACION
«TODO reino dividido contra sí mismo va a la ruina y cae casa sobre casa» (Lc 11,17). La palabra «reino» invita a pensar en naciones o grandes comunidades sometidas a los vaivenes de la política o de la guerra, o en colectivos numerosos agitados por tensiones internas. Sin embargo, la fractura de la que habla Jesús también hace referencia a la que se puede producir dentro de cada uno. Todos somos conscientes de que a veces hay una división entre lo que decimos y lo que hacemos, entre lo que somos y lo que nos gustaría ser, entre lo que nos proponemos y lo que finalmente llevamos a cabo. Quizá incluso el paso del tiempo parece haber alejado o diluido lo que un tiempo atrás habíamos soñado con llegar a ser.
El pecado de nuestros primeros padres rompió la armonía original de la Creación. Dejó, además, en una frágil tesitura la armonía interior de todos los hombres, a quienes las tensiones internas y externas ponen a prueba la rectitud de sus decisiones y deseos. Consciente de esa debilidad, el demonio trata de romper el orden interior del hombre, de dividirlo contra sí mismo. San Pablo lo expresa con sencillez en la Carta a los Romanos: «No entiendo mi comportamiento, pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco» (Rm 7,15). Y poco después apunta las razones de esa paradoja: «Según el hombre interior, me complazco en la ley de Dios; pero percibo en mis miembros otra ley que lucha contra la ley de mi razón, y me hace prisionero de la ley del pecado que está en mis miembros» (Rm 7,22-23).
Esos momentos en los que, como san Pablo, sentimos la tensión en nuestro interior nos ayudan a crecer en nuestro deseo por vivir junto a Jesús y en saber que, con el paso del tiempo, aunque parece que en algo vamos hacia atrás, en realidad el Señor siempre está cerca de nosotros. San Josemaría animaba a no extrañarse cuando se presentaran esas ocasiones de duda y de tensión, pues estamos hechos de barro, y animaba en cambio a aprovecharlos para fortalecer nuestra fidelidad a Dios: «Si en algún momento se hace más difícil la lucha interior, será la buena ocasión de mostrar que nuestro Amor es de verdad. Para quien ha comenzado a saborear de alguna manera la entrega, caer vencido sería como un timo, un engaño miserable. No te olvides de aquel grito de San Pablo: quis me liberabit de corpore mortis huius?, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? Y escucha, en tu alma, la respuesta divina: sufficit tibi gratia mea!, ¡te basta mi gracia!»[1].
OTRA DIVISIÓN que puede tener lugar en nuestro interior se da cuando las acciones contrastan con las ilusiones de nuestro corazón. Con frecuencia Jesús denunciaba la hipocresía de aquellos que daban limosna o fingían oraciones «con el fin de que los alaben los hombres» (Mt 6,2). Aunque realizaran buenos gestos externos, no les movía el deseo de ayudar a los necesitados o de dar gloria a Dios, sino el afán de quedar bien ante sus contemporáneos.
«Yo me pregunto: ¿cómo sigo a Jesús? Las cosas buenas que hago, ¿las hago “en secreto” o me gusta que me vean?»[2]. El cristiano no es un actor de teatro, que debe ajustarse con precisión a lo que marca el guion para ganarse el aplauso de los espectadores; es, más bien, alguien que sabe moverse con libertad y busca en todo momento agradar a Dios: el suyo es el único aplauso que le importa. Y sabemos que el Señor se complace con lo grande y con lo más pequeño que realizamos con amor.
En este sentido, san Josemaría puso por escrito la impresión que le causó el empeño de unos hijos suyos al poco de comenzar la Obra. «Recuerdo con emoción el trabajo de aquellos universitarios brillantes –dos ingenieros y dos arquitectos–, ocupados gustosamente en la instalación material de una residencia de estudiantes. En cuanto colocaron el encerado en una clase, lo primero que escribieron los cuatro artistas fue: “Deo omnis gloria!” –toda la gloria para Dios». Y concluía: «Ya sé que te encantó, Jesús»[3]. El convencimiento de que al Señor le encanta nuestro trabajo dará unidad a nuestra vida: nuestras acciones y nuestros pensamientos solo buscarán la gloria de Dios.
LOS CRISTIANOS también estamos llamados a cultivar la unidad dentro del pueblo de Dios. La Iglesia es una familia enorme formada por muchas y muy diversas personas, y enriquecida por carismas e iniciativas que el Espíritu Santo suscita a lo largo y ancho del tiempo y de la geografía. El hecho de que convivamos con tantas realidades eclesiales será muchas veces un estímulo para elevar nuestro corazón a Dios y para darle gracias por la abundancia de caminos que ofrece a los hombres en su peregrinación hacia la meta compartida del cielo.
Apenas unas horas antes de ser apresado en Getsemaní, Jesús se dirige al Padre en la intimidad del Cenáculo y pide la unidad de sus discípulos, incluidos también nosotros: «Que todos sean uno; como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que así ellos estén en nosotros» (Jn 17,21). Y añade que precisamente esa unidad será una de las razones que sus discípulos daremos al mundo para que le reconozca a él, Jesús, como enviado del Padre. «La unidad y el testimonio son coesenciales. No podemos dar verdadero testimonio del Dios del amor si no estamos unidos entre nosotros como él quiere; y no podemos estar unidos permaneciendo cada uno por su lado, sin abrirnos al testimonio, sin ampliar las fronteras de nuestros intereses y de nuestras comunidades en nombre del Espíritu que abraza a todas las lenguas y quiere llegar a cada uno»[4].
El fundador del Opus Dei, al contemplar en una ocasión las diferentes maneras en las que los hombres manifestaban su amor a la Virgen, comentaba: «Seguramente también vosotros, al ver en estos días a tantos cristianos que expresan de mil formas diversas su cariño a la Virgen Santa María, os sentís más dentro de la Iglesia, más hermanos de todos esos hermanos vuestros. Es como una reunión de familia, cuando los hijos mayores, que la vida ha separado, vuelven a encontrarse junto a su Madre, con ocasión de alguna fiesta. Y, si alguna vez han discutido entre sí y se han tratado mal, aquel día no; aquel día se sienten unidos, se reconocen todos en el afecto común»[5]. La Virgen María es a la vez madre de la Iglesia y de cada uno de nosotros. Ella nos ayudará a vivir siempre muy unidos a su Hijo y a cultivar la unidad de la gran familia que es la Iglesia.