"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

10 de octubre de 2024

¡Pedid!, ¡buscad!, ¡llamad!


Evangelio (Lc 11, 5-13)

Y les dijo:

-¿Quién de vosotros que tenga un amigo y acuda a él a media noche y le diga: “Amigo, préstame tres panes, porque un amigo mío me ha llegado de viaje y no tengo qué ofrecerle”, le responderá desde dentro: “No me molestes, ya está cerrada la puerta; los míos y yo estamos acostados; no puedo levantarme a dártelos”? Os digo que, si no se levanta a dárselos por ser su amigo, al menos por su impertinencia se levantará para darle cuanto necesite.

Así pues, yo os digo: pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá; porque todo el que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá.

¿Qué padre de entre vosotros, si un hijo suyo le pide un pez, en lugar de un pez le da una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le da un escorpión? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?


 PARA TU RATO DE ORACION 


JESÚS es un buen pedagogo. Procura acompañar su enseñanza con ejemplos, imágenes o gestos concretos. No escatima tiempo ni energía para que su doctrina llegue y conecte con todos. Le preocupa conocer bien a sus discípulos para atinar en sus discursos y repite las cosas todo lo que sea necesario. Como decía san Josemaría, «el Señor se ha prodigado con nosotros: nos ha instruido pacientemente; nos ha explicado sus preceptos con parábolas, y nos ha insistido sin descanso»[1].

Cuando el Señor habló sobre el valor de la oración, quiso reforzar su enseñanza con un ejemplo que interpelaría a muchos de sus oyentes; es más, quizá incluso era algo que les había ocurrido recientemente. «¿Quién de vosotros que tenga un amigo y acuda a él a medianoche y le diga: “Amigo, préstame tres panes, porque un amigo mío me ha llegado de viaje y no tengo qué ofrecerle”, le responderá desde dentro: “No me molestes, ya está cerrada la puerta; los míos y yo estamos acostados; no puedo levantarme a dártelos?”» (Lc 11,5-6).

Más allá del mensaje concreto de este pasaje, podemos ver la preocupación de Jesús por ponerse en lugar del otro a la hora de transmitir sus enseñanzas. Él aprovechaba los acontecimientos diarios para desvelar grandes realidades divinas. Dios no es «una inteligencia matemática muy apartada de nosotros. Dios se interesa por nosotros, nos ama, ha entrado personalmente en la realidad de nuestra historia, se ha auto-comunicado hasta encarnarse. Dios es una realidad de nuestra vida; es tan grande que también tiene tiempo para nosotros, se ocupa de nosotros. En Jesús de Nazaret encontramos el rostro de Dios, que ha bajado de su Cielo para sumergirse en el mundo de los hombres, en nuestro mundo, y enseñar el arte de vivir, el camino de la felicidad; para liberarnos del pecado y hacernos hijos de Dios»[2]. También nosotros, cuando transmitimos la fe, podemos imitar esa inquietud del Señor por conectar sus enseñanzas con realidades del día a día. De este modo, el Evangelio se percibirá no como algo ajeno, sino como más bien familiar, cercano, que despierta el deseo de vivir esa buena nueva.


TODAVÍA resonaban en los oídos de sus discípulos las distintas peticiones que Jesús había sintetizado en el padrenuestro: un modo nuevo de dirigirse a Dios, filial y confiado. En este contexto, Jesús ofrece a continuación el ejemplo de petición de un amigo inoportuno que, a una hora intempestiva, pide panes para un invitado inesperado. Cristo quiere que comparemos nuestro modo humano de responder a las peticiones con el novedoso estilo de Dios.

Para que este modo divino quede sellado en los corazones de sus oyentes y en los nuestros, Jesús sentencia: «Así pues, yo os digo: pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá» (Lc 11,9). En pocas ocasiones el Señor es tan insistente, tanto por las imágenes que utiliza –pedir, buscar, llamar– como por la frecuencia con que las remarca, repitiendo por segunda vez: «Porque todo el que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá» (Lc 11, 10).

Jesús ofrece una consoladora promesa sobre la oración de petición: nada queda sin respuesta. «La súplica es expresión del corazón que confía en Dios, que sabe que solo no puede. En la vida del pueblo fiel de Dios encontramos mucha súplica llena de ternura creyente y de profunda confianza. No quitemos valor a la oración de petición, que tantas veces nos serena el corazón y nos ayuda a seguir luchando con esperanza»[3]. Es lo que han hecho tantos santos a lo largo de la historia, frente a muchas oscuridades u obstáculos. Pedir les ha hecho crecer en su conciencia de que era Dios quien sacaba todo adelante: la misión apostólica que tenían entre manos, la siembra de paz y alegría que querían llevar por todo el mundo, su propia santidad, las preocupaciones familiares... San Josemaría, en un momento de incomprensiones y dificultades, insistía a sus hijos en no dejar de acudir a Dios. Para expresar este deseo, acudía a una frase del profeta Isaías: «Grita, no te canses de hacer oración, levanta tu voz, que suene como una trompeta» (Is 58,1).


«¿QUÉ PADRE de entre vosotros, si un hijo suyo le pide un pez, en lugar de un pez le da una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le da un escorpión?» (Lc 11, 11). Siguiendo su modo de enseñar, Jesús presenta otra comparación para completar la imagen que los oyentes podían tener de Dios. No solo es un Padre al que le puedes pedir todo tipo de bienes, como ha mostrado en el padrenuestro. Tampoco es suficiente para describir esa paternidad el hecho de que no deje súplica sin respuesta. Además de todo esto, es un Padre muy superior al mejor que se pueda encontrar. «Si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?» (Lc 11, 13).

Probablemente tengamos la experiencia de haber pedido algo a Dios que, al final, no nos ha concedido. Entonces podemos pensar que no es cierto aquello de que «todo el que pide, recibe». Pero lo que Jesús quiere transmitir es que, cuando no nos cansamos de suplicar, el primer bien que recibimos es precisamente el de ser verdaderamente hijos de Dios, gracias al Espíritu Santo. En ocasiones, efectivamente, puede parecer que no nos da lo que pedimos, pero tenemos la seguridad de que Dios es bueno y, por tanto, siempre «quiere lo mejor para nosotros»[4]. Aquella oración, si es confiada, nos ayuda a ser humildes, a reconocer que somos hijos necesitados de un Padre amoroso. Y muchas veces el principal fruto de esa petición será el de haber tomado una mayor conciencia de nuestra filiación.

«Dios, difiriendo su promesa, ensancha el deseo; con el deseo, ensancha el alma y, ensanchándola, la hace capaz de sus dones»[5]. Cuando Jesús parece que no nos concede lo que pedimos, lo hace para que sigamos insistiendo y crezca en nosotros el deseo por obtenerlo. A través de esa oración que no desfallece Dios prepara nuestra alma para acoger el don de la filiación divina, que ilumina nuestro camino a la santidad y que nos hace tener por Madre a la Virgen María. «Llámala fuerte, fuerte. –Te escucha, te ve en peligro quizá, y te brinda, tu Madre Santa María, con la gracia de su Hijo, el consuelo de su regazo, la ternura de sus caricias: y te encontrarás reconfortado para la nueva lucha»[6].