Evangelio (Lc 12, 8-12)
Os digo, pues: Todo aquel que se declare por mí ante los hombres, también el Hijo del hombre se declarará por él ante los ángeles de Dios, pero si uno me niega ante los hombres, será negado ante los ángeles de Dios.
Todo el que diga una palabra contra el Hijo del hombre podrá ser perdonado, pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo no se le perdonará.
Cuando os conduzcan a las sinagogas, ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de cómo o con qué razones os defenderéis o de lo que vais a decir, porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que tenéis que decir».
PARA TU RATO DE ORACION
HABLAR en público sobre el cariño hacia una persona no es solamente una manifestación exterior de ese amor, sino que también lo profundiza. Cuando una relación en vistas a un posible matrimonio, por ejemplo, se hace pública, significa que el cariño entre esas dos personas ha comenzado a formar parte de la propia identidad. Es como si se quisiera decir: «Si me conoces a mí, necesariamente vas a conocer a la persona que amo». O, dicho de otro modo: «No me puedes conocer verdaderamente si no sabes de esa persona que ha cambiado mi vida».
San Josemaría siempre enseñó que el apostolado es una «superabundancia de la vida interior»[1]. Si Jesús es la persona más importante de nuestra vida, es lógico que lo demos a conocer de forma natural entre nuestros familiares y amigos. Sin embargo, también se podría decir algo similar, pero al revés: la vida interior se profundiza a través de nuestro empeño apostólico. En la medida en que hacemos pública nuestra relación personal con Cristo, crece también el amor que sentimos por él y, por lo tanto, la vida interior se hace más madura. Por eso, Jesús nos dice: «Todo aquel que se declare por mí ante los hombres, también el Hijo del hombre se declarará por él ante los ángeles de Dios» (Lc 12,8). El lenguaje judicial que utiliza el Señor pone de manifiesto esta idea: si actuamos en todo momento como testigos de su amor, tampoco él tendrá reparos en dar testimonio de nosotros. Porque cuando el amor se manifiesta exteriormente, se afianza la relación, y uno siempre está dispuesto a interceder por el otro.
De ahí que, como predicó el fundador del Opus Dei, una vida de santidad se traduzca en el deseo de que las personas que nos rodean conozcan a Cristo: «Agradece al Señor la continua delicadeza, paternal y maternal, con que te trata. Tú, que siempre soñaste con grandes aventuras, te has comprometido en una empresa estupenda..., que te lleva a la santidad. Insisto: agradéceselo a Dios, con una vida de apostolado»[2].
SER TESTIGOS de Cristo en la vida pública es una vocación que nos llena de felicidad. Esa realidad puede estar acompañada de momentos realmente complicados para nuestra vida, sobre todo cuando las personas que nos rodean pueden hacernos cuestionar nuestra propia identidad, al tener –en parte– estilos de vida un poco distintos. San Josemaría hacía referencia a esta inquietud que le manifestaba un estudiante cuando escribía: «“Y ¿en un ambiente paganizado o pagano, al chocar este ambiente con mi vida, no parecerá postiza mi naturalidad?”, me preguntas. –Y te contesto: Chocará sin duda, la vida tuya con la de ellos; y ese contraste, por confirmar con tus obras tu fe, es precisamente la naturalidad que yo te pido»[3].
Como es lógico, a través del apostolado no se busca sembrar división. No podemos olvidar que la verdad de nuestra religión se basa en el amor de una persona: Jesucristo. Pero sabemos que, además, nuestro testimonio cristiano puede despertar en ocasiones ciertas incomprensiones entre quienes nos rodean, pues el seguimiento de Cristo es el seguimiento de una persona que no deja indiferente y que, por tanto, para nosotros tampoco está exento de inconvenientes. Por eso, cuando vivimos auténticamente nuestra vocación apostólica, expresamos de forma clara que Jesucristo tiene prioridad en nuestras vidas, especialmente cuando nuestro apostolado significa correr algunos riesgos. A veces, por ejemplo, ciertas conductas u opiniones sobre asuntos morales que se desprenden de creer en Cristo pueden despertar la crítica o la risa de otras personas, o nos puede dificultar una decisión, y eso puede llevarnos a sentir una cierta soledad, como si nadie nos comprendiera. Precisamente en esos momentos es alentador acordarse de la promesa de Jesús: «Todo aquel que se declare por mí ante los hombres, también el Hijo del hombre se declarará por él ante los ángeles de Dios» (Lc 12,8). Nunca estamos solos cuando somos testigos de Cristo. En él podemos encontrar el afecto que a veces extrañamos en un ambiente que no nos comprende.
En esos momentos de mayor dificultad, san Josemaría nos invitaba a no olvidarnos de nuestra filiación divina: «¡Persuádete!, si quieres –como Dios te oye, te ama, te promete la gloria–, tú, protegido por la mano omnipotente de tu Padre del Cielo, puedes ser una persona llena de fortaleza, dispuesta a dar testimonio en todas partes de su amable doctrina verdadera»[4].
«CUANDO os conduzcan a las sinagogas, ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de cómo o con qué razones os defenderéis o de lo que vais a decir, porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que tenéis que decir» (Lc 12,11-12). Estas palabras de Jesús nos regalan una gran confianza para aquellos momentos en los que dar testimonio de nuestra fe puede resultar más difícil. Por supuesto, esto no quita que sea necesario meditar sobre las palabras que queremos utilizar, o preguntarnos sobre lo que los oyentes son capaces de comprender. Sin embargo, todo eso lo hacemos con el convencimiento de que es el Espíritu Santo quien guía nuestras palabras.
La acción del Espíritu Santo no consiste en una especie de magia, como si en algunos momentos perdiéramos el control de nuestras palabras y, de pronto, nos pusiéramos a hablar en contra de nuestra voluntad. El Espíritu Santo es el amor entre el Padre y el Hijo. Por lo tanto, en la medida en que busquemos tratar en todo momento al Paráclito, habitualmente seremos capaces también de conocer lo que lleva Jesús en su corazón y podremos comunicarlo a todos los que nos rodean. El amor siempre une los corazones de quienes se aman, de tal forma que se puede intuir los pensamientos y sentimientos del otro. El Espíritu Santo nos ayuda a ser verdaderos representantes de Cristo en nuestro decir y obrar, porque conocemos los movimientos interiores de su corazón misericordioso.
«Pidamos al Señor que nos dé esta conciencia de que no se puede ser cristianos sin caminar con el Espíritu Santo, sin actuar con el Espíritu Santo, sin dejar que el Espíritu Santo sea el protagonista de nuestra vida»[5]. Ninguna criatura ha seguido con tanta fidelidad este itinerario espiritual como la Virgen María. Podemos pedir a ella que nos regale un gran amor apostólico hacia su Hijo, que se fortalece en el trato con el Espíritu Santo.