Evangelio (Lc 10, 1-9)
Después de esto designó el Señor a otros setenta y dos, y los envió de dos en dos delante de él a toda ciudad y lugar adonde él había de ir. Y les decía:
- La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, por tanto, al señor de la mies que envíe obreros a su mies. Id: mirad que yo os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa ni alforja ni sandalias, y no saludéis a nadie por el camino. En la casa en que entréis decid primero: “Paz a esta casa”. Y si allí hubiera algún hijo de la paz, descansará sobre él vuestra paz; de lo contrario, retornará a vosotros. Permaneced en la misma casa comiendo y bebiendo de lo que tengan, porque el que trabaja merece su salario. No vayáis de casa en casa. Y en la ciudad donde entréis y os reciban, comed lo que os pongan; curad a los enfermos que haya en ella y decidles: “El Reino de Dios está cerca de vosotros”.
PARA TU RATO DE ORACION
SAN Lucas nació en Antioquía. Su origen era gentil, probablemente griego, y se dedicaba a la medicina. Después de convertirse al cristianismo hacia el año 40, acompañó a san Pablo en su segundo viaje apostólico y transcurrió junto a él la última parte de la vida del apóstol. Es el autor del tercer Evangelio y de los Hechos de los Apóstoles.
Se trata del evangelista que mejor nos ha mostrado la infancia de Jesús. Él nos ofrece muchos detalles que nos ayudan a considerar la humanidad de Jesucristo y la normalidad de la vida de la Sagrada Familia: cómo Nuestro Señor fue envuelto en pañales y recostado en un pesebre, la purificación de María y la presentación del Niño en el templo, la pérdida de Jesús en Jerusalén… Circunstancias que probablemente cualquier familia de la época también vivió.
San Lucas concluye así los relatos de la infancia: «Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres» (Lc 2,52). Nos muestra de este modo que el Hijo de Dios pasó por esas etapas de la vida como podemos hacer cada uno de nosotros, y fue creciendo mientras estaba sujeto a sus padres. Si toda la vida de Cristo es revelación del Padre, también «esos años ocultos del Señor no son algo sin significado, ni tampoco una simple preparación de los años que vendrían después: los de su vida pública. (…) Dios desea que los cristianos tomen ejemplo de toda la vida del Señor: (…) el Señor quiere que muchas almas encuentren su camino en los años de vida callada y sin brillo»[1].
TODAS las acciones y palabras de Jesús ponen al descubierto la misericordia de Dios con los hombres. Sin embargo, «el evangelista que trata con detalle estos temas en las enseñanzas de Cristo es san Lucas, cuyo Evangelio ha merecido ser llamado “el Evangelio de la misericordia”»[2]. Es él quien destaca que Jesús ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido, narra el perdón a la mujer pecadora, describe su mirada a Pedro después de las negaciones, recoge su oración y petición de perdón por los que le crucificaban… Además, incluye tres parábolas dedicadas a subrayar cómo Dios nos busca continuamente para darnos su amor. En esos relatos, «Jesús revela la naturaleza de Dios como la de un Padre que jamás se da por vencido» hasta que no «haya disuelto el pecado y superado el rechazo con la compasión y la misericordia»[3].
En todos estos relatos podemos encontrar el núcleo del Evangelio y de la fe: la apertura del corazón humano a la misericordia permite acoger el amor incondicional de un Dios bueno que todo lo puede y que desea llenarnos de su vida. «La misericordia que Dios muestra nos ha de empujar siempre a volver –comentaba san Josemaría–. Hijos míos, mejor es no marcharse de su lado, no abandonarle; pero si alguna vez por debilidad humana os marcháis, regresad corriendo. Él nos recibe siempre, como el padre del hijo pródigo, con más intensidad de amor»[4]. Gracias a san Lucas, el escribano de la mansedumbre de Cristo[5], sabemos que el Señor tiene un corazón que nos espera siempre. «¡Qué alegría más dulce de pensar que Dios es justo, es decir, que tiene en cuenta nuestras debilidades, que conoce perfectamente la fragilidad de nuestra naturaleza! ¿De qué, pues, tendría yo miedo? ¡Ah! El Dios infinitamente justo que se dignó perdonar con tanta bondad todos los pecados del hijo pródigo, ¿no se mostrará también justo para conmigo que estoy siempre a su lado?»[6].
DESDE muy antiguo san Lucas recibió el título de pintor de la Virgen. En efecto, es el evangelista que traza más claramente la figura de María como modelo de correspondencia a Dios. De ella subraya los dones que ha recibido del Señor, muchos más que cualquier otra criatura: es la llena de gracia, concibe por obra del Espíritu Santo, será bendecida por todas las generaciones… Y, al mismo tiempo, señala que ella responde con fidelidad y agradecimiento a todos esas gracias divinas: recibe con humildad el anuncio del ángel, se entrega a los planes divinos, observa las costumbres de su pueblo…
San Lucas, cuando concluye los relatos de la infancia de Jesús, escribe que María «guardaba todas estas cosas en el corazón» (Lc 2,51). Podemos intuir, por tanto, que una de las principales fuentes del evangelista fue precisamente la Virgen: solamente ella pudo transmitir una información así en momentos en que abrió su intimidad. Estas palabras nos muestran el modo con que nuestra Madre acogía la realidad: buscando amar al Señor en todo momento. «Eso es lo que explica la vida de María: su amor. Un amor llevado hasta el extremo, hasta el olvido completo de sí misma, contenta de estar allí, donde la quiere Dios, y cumpliendo con esmero la voluntad divina. Eso es lo que hace que el más pequeño gesto suyo, no sea nunca banal, sino que se manifieste lleno de contenido»[7]. Podemos pedir a san Lucas que nos ayude a iluminar nuestra vida con la presencia de la Virgen María.