"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

29 de octubre de 2024

DIOS ACTUA EN LO PEQUEÑO



 Evangelio (Lc 13 18-21)


Y decía:


—¿A qué se parece el reino de Dios y con que lo compararé? Es como un grano de mostaza, que tomó un hombre y lo echó en su huerto y creció y llegó a hacerse un árbol, y las aves del cielo anidaron en sus ramas.


—Y dijo también:


—¿Con qué compararé el Reino de Dios? Es como la levadura que tomó una mujer y la mezcló con tres medidas de harina hasta que fermentó todo.



PARA TU RATO DE ORACION 



JESÚS vino a revelarnos la vida íntima de Dios y su proyecto de salvación. Pero, ¿cómo explicar con palabras la grandeza del amor que quiere darnos? Por eso el Señor, durante su ministerio público, sintió la necesidad de encontrar imágenes que iluminaran su enseñanza: «¿A qué se parece el Reino de Dios y con qué lo compararé?» (Lc 13,18), se preguntaba.


Eligiendo imágenes de la vida cotidiana, Jesús quiere introducirnos en ese misterio por un camino que nos es familiar. En esos ejemplos vislumbramos algo de la acción de Dios en nuestras almas y en la historia. El Reino de Dios «es como un grano de mostaza, que tomó un hombre y lo echó en su huerto, y creció y llegó a hacerse un árbol, y las aves del cielo anidaron en sus ramas». También «es como la levadura que tomó una mujer y la mezcló con tres medidas de harina hasta que fermentó todo» (Lc 13,19.21).


El grano de mostaza y la levadura nos hablan de pequeñez y discreción. Dios actúa de un modo a menudo desapercibido, pero siempre eficaz. Para reconocer esta omnipotencia suya, humilde y oculta, es necesario fijarse en lo que no llama la atención. A veces puede no resultar sencillo, pues nuestros días están llenos de actividades que requieren buena parte de nuestra concentración y podemos no percibir la acción del Señor. En esas circunstancias, sin embargo, «Dios está obrando, como una pequeña semilla buena que silenciosa y lentamente germina. Y, poco a poco, se convierte en un árbol frondoso que da vida y repara a todos. También la semilla de nuestras buenas obras puede parecer poca cosa; mas todo lo que es bueno pertenece a Dios y, por tanto, humilde y lentamente, da fruto. El bien –recordémoslo– crece siempre de modo humilde, de modo escondido, a menudo invisible»[1].


AL HABLAR del grano de mostaza, Jesús está describiendo también a sus discípulos cómo será su Iglesia en el mundo: «Quiso el Señor con esto dar una prueba de su grandeza. Pues así exactamente sucederá con la predicación del reino de Dios. Y, en verdad, los más débiles, los más pequeños entre los hombres, eran los discípulos del Señor; pero como había en ellos una fuerza grande, se desplegó y se difundió por todo el mundo»[2]. La evangelización y la extensión del reino de Cristo es una obra que parte de lo pequeño. Esto es lo que ocurre también con cada cristiano. Podemos pensar en cada uno de nosotros como un grano de mostaza arrojado en el terreno de nuestro entorno laboral y familiar. A fuerza de pequeños actos de amor, podemos convertirnos en refugio de muchos pájaros del cielo que vendrán a anidar en nuestras ramas.


Esta realidad nos puede llenar de esperanza y optimismo cuando creemos que es difícil extender el reino de Dios por todo el mundo. Quizá «nos asalte el pensamiento de que muy pocos estamos decididos a responder a esa invitación divina, aparte de que nos vemos como instrumentos de muy escasa categoría»[3]. Sin embargo, sabemos que basta un poco de levadura para fermentar toda la masa. Tenemos la seguridad «de que Jesucristo nos ha redimido a todos, y quiere emplearnos a unos pocos, a pesar de nuestra nulidad personal, para que demos a conocer esta salvación»[4]. La historia de la Iglesia comenzó con unas pocas personas sin muchos talentos pero con la gracia de haber visto a Jesús resucitado y de haber recibido el Espíritu Santo. Otros sí tenían más condiciones o medios a su alcance, como muestran las cartas de san Pablo al hablar de las primeras comunidades cristianas. En cualquier caso, la fuerza de la fe hecha vida llevó a unos y otros a llegar hasta los confines del mundo conocido y hasta los distintos estratos de la sociedad. Y es de ese modo como también nosotros podemos llegar a todas las personas que nos rodean.


LA LEVADURA actúa como una fuerza oculta y misteriosa. San Josemaría describía así la escena del pan casero: «En tantos sitios –quizá lo habéis presenciado– la preparación de la hornada es una verdadera ceremonia, que obtiene un producto estupendo, sabroso, que entra por los ojos. Escogen harina buena; si pueden, de la mejor clase. Trabajan la masa en la artesa, para mezclarla con el fermento, en una larga y paciente labor. Después, un tiempo de reposo, imprescindible para que la levadura complete su misión, hinchando la pasta. Mientras tanto, arde el fuego del horno, animado por la leña que se consume. Y esa masa, metida al calor de la lumbre, proporciona ese pan tierno, esponjoso, de gran calidad. Un resultado imposible de alcanzar sin la intervención de la levadura –poca cantidad–, que se ha diluido, desapareciendo entre los demás elementos en una labor eficiente, que pasa inadvertida»[5].


En el silencio de nuestra oración, y también en medio de nuestra jornada, podemos dejar que la palabra de Dios entre como una pizca de levadura. Así, poco a poco, puede actuar en nuestro corazón y en nuestras acciones, transformando nuestra vida en pan bueno y apetitoso. Quizá nos haya ocurrido que, al leer la Sagrada Escritura, resuene en nuestra alma un versículo, una imagen o una frase. En esos casos, podemos custodiar esa palabra, mezclándola con nuestra vida cotidiana para que la fermente y la divinice. «La Biblia nos advierte que la voz de Dios resuena en la calma, en la atención, en el silencio. (...) No es simplemente un texto que hay que leer, la Palabra de Dios es una presencia viva, es una obra del Espíritu Santo que conforta, instruye, da luz, fuerza, descanso y gusto por vivir. Leer la Biblia, leer un fragmento, uno o dos fragmentos de la Biblia, son como pequeños telegramas de Dios que te llegan enseguida al corazón»[6]. En la parábola de la levadura también aparece una mujer. Podemos pensar que, en el fondo, esta mujer es María, que trabaja siempre para esconder la levadura de Cristo en el corazón de sus hijos, para hacer crecer y madurar nuestras vidas.