Evangelio (Lc 6, 12-19)
“En aquellos días salió al monte a orar y pasó toda la noche en oración a Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos y de entre ellos eligió a doce, a los que denominó apóstoles: a Simón, a quien también llamó Pedro, y a su hermano Andrés, a Santiago y a Juan, a Felipe, a Bartolomé, a Mateo, a Tomás, a Santiago de Alfeo, a Simón, llamado Zelotes, a Judas de Santiago y a Judas Iscariote, que fue el traidor”.
PARA TU RATO DE ORACION
CELEBRAMOS hoy la fiesta de los apóstoles Simón y Judas Tadeo, que comparten fecha en el calendario porque en el Nuevo Testamento siempre se les nombra juntos cuando se cita el elenco de los Doce. Además, según algunas tradiciones antiguas, los dos habrían predicado y recibido el martirio en Mesopotamia, una región del Oriente Próximo situada entre los ríos Tigris y Éufrates, que coincide con algunas áreas del actual Irak y Siria.
El Evangelio de San Lucas nos dice de Simón que era llamado «Zelotes» (Lc 6,15), palabra que en arameo significaba literalmente ‘celoso’, ‘apasionado’. También se usaba para designar a quienes pertenecían o simpatizaban con un movimiento, por entonces en boga en Israel, que se oponía a la dominación romana alentando al impago de los impuestos y promoviendo distintos tipos de revueltas. Es muy posible que Simón compartiera las ideas de este grupo. Su sobrenombre indica que se distinguía «por un celo ardiente por la identidad judía y, consiguientemente, por Dios, por su pueblo y por la Ley divina. Si es así, Simón está en las antípodas de Mateo que, por el contrario, como publicano procedía de una actividad considerada totalmente impura. Es un signo evidente de que Jesús llama a sus discípulos y colaboradores de los más diversos estratos sociales y religiosos, sin exclusiones. A él le interesan las personas, no las categorías sociales o las etiquetas»[1].
Los apóstoles, con sus diferencias, sabían convivir juntos porque tenían en Jesús el motivo de su cohesión: en él todos se encontraban unidos. «Esto constituye claramente una lección para nosotros, que con frecuencia tendemos a poner de relieve las diferencias y quizá las contraposiciones, olvidando que en Jesucristo se nos da la fuerza para superar nuestros conflictos»[2]. Por eso el prelado del Opus Dei invita a vivir una fraternidad cristiana que evite las «discriminaciones en las relaciones con unos y otros, que podrían surgir al constatar las diferencias. En realidad, tantas veces esa diversidad es una riqueza de caracteres, sensibilidades, aficiones, etc». La figura de san Simón nos muestra que es posible querer a los demás por encima de la simpatía o antipatía natural, amándonos «unos a otros como verdaderos hermanos, con el trato y la comprensión propios de quienes forman una familia bien unida»[3].
SAN JUDAS Tadeo, cuyo apelativo significa ‘magnánimo’, hizo una pregunta a Jesús durante la Última Cena: «¿Qué ha pasado para que tú te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?» (Jn 14,22). Es una cuestión que también podríamos plantearnos hoy: ¿Por qué el Señor no se manifestó resucitado de un modo más espectacular? ¿Por qué no se mostró victorioso ante sus adversarios? ¿Por qué solamente eligió a un número reducido de discípulos para que fueran testimonios de su resurrección?
La respuesta de Jesús, aunque a primera vista pueda parecer desconcertante, nos introduce en el misterio de la relación de Dios con los hombres, así como en el significado más profundo de su muerte y resurrección: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23). En cambio, añade el Señor, «el que no me ama no guarda mis palabras» (Jn 14,24). «Esto quiere decir que al Resucitado hay que verlo y percibirlo también con el corazón, de manera que Dios pueda poner su morada en nosotros. El Señor no se presenta como una cosa. Él quiere entrar en nuestra vida y por eso su manifestación implica y presupone un corazón abierto. Solo así vemos al Resucitado»[4].
A veces quizá nos gustaría que Jesús interviniera de una manera más visible o inmediata en nuestra vida, así como en los grandes acontecimientos que marcan la historia del mundo. De hecho, podría hacerlo, como tuvo oportunidad en su paso por la tierra. Sin embargo, no es este el modo de proceder de Dios. Jesucristo, muerto y resucitado por nosotros, se presenta a la vez luminoso y discreto, interpelando nuestra sensibilidad, nuestra capacidad de abrirnos y de reconocerle en aquello que compone nuestra jornada, tanto en la belleza que pasa inadvertida, como en el dolor que parece estallar, así como en el ir y venir que supone cuidar las relaciones personales. En todo, Jesús nos ofrece su mano amiga para extender su reino de caridad con magnanimidad. Entendemos así que él «ansía reinar en nuestros corazones de hijos de Dios. Pero no imaginemos los reinados humanos –predicaba san Josemaría–; Cristo no domina ni busca imponerse, porque no ha venido a ser servido sino a servir. Su reino es la paz, la alegría, la justicia. Cristo, rey nuestro, no espera de nosotros vanos razonamientos, sino hechos, porque no todo aquel que dice ¡Señor!, ¡Señor! entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre celestial, ese entrará»[5].
SAN JUDAS Tadeo es tradicionalmente considerado el autor de una de las epístolas del Nuevo Testamento. Se trata de una de las cartas denominadas católicas, porque iba dirigida a todos los cristianos y no solo a los de una ciudad en particular. Judas la envía «a los que han sido llamados, amados de Dios Padre y guardados para Jesucristo» (Jds 1,1). Después de este saludo, alerta a los cristianos acerca de algunas desviaciones morales y doctrinales que se estaban introduciendo en el seno de la Iglesia y que producían divisiones. Muchos de estos problemas hacían referencia a una falsa interpretación de la libertad cristiana, que convertía «en libertinaje la gracia de nuestro Dios» (Jds 1,4).
En el lenguaje común, a veces se puede reducir la libertad a hacer, sin más, lo que a uno le apetece y además el número de veces que nos pueda venir en gana. Sin embargo, «la libertad egoísta del hacer lo que quiero no es libertad, porque vuelve sobre sí misma, no es fecunda. Es el amor de Cristo que nos ha liberado y también es el amor que nos libera de la peor esclavitud, la del nuestro yo; por eso la libertad crece con el amor. Pero atención: no con el amor intimístico, con el amor de telenovela, no con la pasión que busca simplemente lo que nos apetece y nos gusta, sino con el amor que vemos en Cristo, la caridad: este es el amor verdaderamente libre y liberador»[6]. Por eso san Judas Tadeo finaliza su carta animando a los cristianos a mantenerse en el amor de Dios (cfr. Jds 1,20), es decir, a obrar en todo momento como Jesús: sirviendo a los demás y entregándose magnánimamente, pues comprendió del Maestro que es posible entregar la vida y abrazar «la muerte con la plena libertad del Amor»[7].
«La libertad adquiere su auténtico sentido –comentaba san Josemaría– cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el Amor infinito de Dios, que nos desata de todas las servidumbres»[8]. Así es como vivieron tanto Simón como Judas Tadeo. Ellos nos muestran que una vida centrada en Cristo y en el servicio a nuestros hermanos lleva a una felicidad profunda, que nos libera de la esclavitud del pecado. La Virgen María nos podrá ayudar a vivir con la libertad de los Hijos de Dios.