"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

14 de octubre de 2024

EN BUSCA DE UNA SEÑAL

 



Evangelio (Lc 11, 29-32)


Habiéndose reunido una gran muchedumbre, comenzó a decir: —Esta generación es una generación perversa; busca una señal y no se le dará otra señal que la de Jonás. Porque, así como Jonás fue señal para los habitantes de Nínive, del mismo modo lo será también el Hijo del Hombre para esta generación. La reina del Sur se levantará en el Juicio contra los hombres de esta generación y los condenará: porque vino de los confines de la tierra para oír la sabiduría de Salomón, y daos cuenta de que aquí hay algo más que Salomón. Los hombres de Nínive se levantarán en el Juicio contra esta generación y la condenarán: porque ellos se convirtieron ante la predicación de Jonás, y daos cuenta de que aquí hay algo más que Jonás.


PARA TU RATO DE ORACION 


MUCHAS veces no es tan sencillo tomar una decisión correcta. Por eso, en ocasiones acudimos a alguien para que nos ayude a elegir y nos arroje un poco de luz. Esto mismo es lo que pedían algunos fariseos y escribas a Jesús: una señal de que él era el Mesías esperado para poder así seguirlo. Cristo no satisface su curiosidad realizando en ese momento un prodigio, como quizá esperarían, sino que se compara con un profeta que ellos conocían bien: «Así como Jonás fue señal para los habitantes de Nínive, del mismo modo lo será también el Hijo del Hombre para esta generación» (Lc 11,30).


Jonás recorrió Nínive anunciando su próxima destrucción y los ninivitas respondieron convocando ayuno y penitencia. Dios, al ver sus buenas obras, se arrepintió «del mal que había dicho que les iba a hacer, y no lo hizo» (Jon 3,10). Jesús también espera de los israelitas una conversión similar: abrazar la nueva vida del Evangelio que él mismo proclama con sus obras y palabras. Estas son, en realidad, las señales que aquellos fariseos y escribas estaban buscando, pero que eran incapaces de ver; es más, su dureza de corazón les impedirá aceptar la resurrección de Cristo, la señal en su plenitud, aunque supieran por los soldados romanos que así había ocurrido.


Decía san Josemaría que «ya está todo dado en Cristo, que murió, y resucitó, y vive y permanece siempre. Pero hay que unirse a Él por la fe, dejando que su vida se manifieste en nosotros, de manera que pueda decirse que cada cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo!»[1]. De este modo, podremos ser esa señal que muchos hombres andan buscando.


JESÚS vive. Esta es la señal que también hoy ilumina a los hombres, y no solo a los que presenciaron su caminar terreno. «Cristo no es una figura que pasó –comentaba el fundador del Opus Dei–, que existió en un tiempo y que se fue, dejándonos un recuerdo y un ejemplo maravillosos. No: Cristo vive»[2]. Su vida se manifiesta en la Iglesia y, de modo especial, en la Eucaristía. «La presencia de Jesús vivo en la Hostia Santa es la garantía, la raíz y la consumación de su presencia en el mundo»[3].


Saber que Jesús está cerca de nosotros nos llena de consuelo también cuando pensamos que las circunstancias no son las mejores. Esto es lo que les ocurrió a los discípulos de Emaús: a pesar de que creían que Jesús seguía muerto, sentían que su corazón ardía cuando les hablaba en el camino (cfr. Lc 24,32). La compañía del Señor pudo más que la tristeza que les había invadido desde hacía varios días.


«Él entró en el sepulcro de nuestros pecados, llegó hasta el lugar más profundo en el que nos habíamos perdido, recorrió los enredos de nuestros miedos, cargó con el peso de nuestras opresiones y, desde los abismos más oscuros de nuestra muerte, nos despertó a la vida y transformó nuestro luto en danza. (...) Con Jesús, el Resucitado, ninguna noche es infinita; y, aun en la oscuridad más densa, en esa oscuridad brilla la estrella de la mañana»[4]. Con la seguridad de que Cristo sigue viviendo, en este rato de oración podemos confiarle nuestros miedos. Como a los discípulos de Emaús, también él hará arder nuestro corazón.


ADEMÁS de su vida y de su resurrección, Jesús pone a nuestra disposición una serie de señales que pueden confirmarnos en nuestro camino de vivir junto a él. Para ello, se necesita un corazón atento para reconocer su voz en medio de los acontecimientos diarios. Uno de esos signos puede ser el de una alegría y una serenidad estables, que no se vienen abajo en función de las circunstancias. «Si tú haces una profundización, después tomas la decisión y esto te da una paz que dura en el tiempo, esto es una buena señal e indica que el camino ha sido bueno. Una paz que trae armonía, unidad, fervor, celo. Tú sales del proceso de profundización mejor de cómo has entrado»[5].


Otro de los signos puede ser el de saber que se actúa por amor, como gratitud por el bien recibido, y no tanto por miedo u obligación. Como escribe el prelado del Opus Dei: «Saber que el Amor infinito de Dios se encuentra no solo en el origen de nuestra existencia, sino en cada instante, (...) nos llena de seguridad»[6]. Y esto confirma, además, que actuamos siempre libremente, pues «la libertad adquiere su auténtico sentido cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el Amor infinito de Dios, que nos desata de todas las servidumbres»[7].


No siempre vamos a poder controlar todo lo que nos ocurre, y a veces quizá podemos tener dificultad para reconocer esos signos de Jesús. La vida de María, como la de los santos, nos muestra que quien pone su confianza en Dios puede «construir con él algo maravilloso, algo eterno. (...) Vayamos siempre adelante tratando de tomar las decisiones así, en oración y sintiendo qué sucede en nuestro corazón e ir adelante lentamente»[8].