"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

15 de octubre de 2024

CASTIDAD AFIRMACIÓN GOZOSA

 



Evangelio (Lc 11,37-41)



En aquel tiempo, cuando Jesús terminó de hablar, cierto fariseo le rogó que comiera en su casa. Entró y se puso a la mesa. El fariseo se quedó extrañado al ver que Jesús no se había lavado antes de la comida. Pero el Señor le dijo:


— Así que vosotros, los fariseos, limpiáis por fuera la copa y el plato, pero vuestro interior está lleno de rapiña y de maldad.


¡Insensatos! ¿Acaso quien hizo lo de fuera no ha hecho también lo de dentro? Dad, más bien, limosna de lo que guardáis dentro, y así todo será puro para vosotros.


PARA TU RATO DE ORACION 


JESÚS se encuentra en casa de un fariseo. Cuando se pone a la mesa, el anfitrión se extraña al ver que el Señor no se ha lavado antes de la comida. Y el Maestro, conociendo a dónde se dirigían sus pensamientos, le dice: «Así que vosotros, los fariseos, limpiáis por fuera la copa y el plato, pero vuestro interior está lleno de rapiña y de maldad. ¡Insensatos! ¿Acaso quien hizo lo de fuera no ha hecho también lo de dentro?» (Lc 11,39-40).


El Señor no condenó la práctica de lavarse. Lo que pretendió transmitir fue más bien que, por encima de las apariencias, cuenta realmente el espíritu con que se realizan las buenas obras. «Les decía que solo se ocupaban de las cosas externas, y despreciaban como ajenas las interiores, porque ignoraban que lo que se hacía con el cuerpo había que hacerlo también con el alma»[1].


En este sentido, la santidad no consiste en ir incorporando cada vez más y más obras buenas en nuestra vida. Para que realmente sean buenas, es necesario que estas vayan acompañadas de una interioridad que se adhiera sinceramente a ese bien; es decir, que desarrollemos una actitud que lleva a reflexionar sobre las razones de nuestro obrar, de modo que nuestras acciones tengan una raíz sana y tiendan además hacia un bien valioso, aunque aparentemente el resultado no sea nítido en un primer momento. Por ejemplo, luchar por no enfadarse para evitar problemas y para que nadie disturbe nuestra paz puede movernos hasta cierto punto y puede tener una origen en parte egoísta. En cambio, si lo que nos impulsa es el deseo de ser personas que reaccionan serenamente para preservar la caridad y unidad en un grupo, nos ilusionará luchar en el día a día, aunque en ocasiones nos veamos un tanto gruñones, susceptibles o rencorosos. Con el tiempo y la gracia de Dios, nuestro esfuerzo por ser sinceramente mansos irá abriendo paso a nuevos ideales, como el de llegar a una edad avanzada siendo personas encantadoras, que transmiten alegría y comprensión.


SAN JOSEMARÍA solía considerar la virtud de la castidad como una «afirmación gozosa»[2]. Un planteamiento así contrasta con el de quien pone un excesivo énfasis en el no, como si la virtud consistiera simplemente en no hacer, no pensar o no mirar. Nuevamente, la buena acción requiere una buena tierra en la que arraigar: necesita un buen deseo, una intención noble que la impulse. La castidad es, por tanto, un sí al amor, porque es el amor lo que la hace valiosa y le confiere su sentido. Naturalmente, se ha de decir no a ciertos actos o actitudes que le son contrarios y que toda persona sensata percibe precisamente como negaciones del amor. Pero, a pesar de requerir algunos noes, la castidad es una realidad eminentemente positiva.


En esta lucha, como con cualquiera otra virtud, a veces será necesario actuar contra la inclinación, y entonces quizá los noes estarán más presentes. Sin embargo, la experiencia cristiana muestra la importancia de recordar que ese no es el objetivo; se trata solo de un paso que, si no va seguido de otros, formará solamente la capacidad de frenarse, de reprimir nuestra voluntad. Ordenar la tendencia a la belleza y al placer significa integrar la castidad en el bien de la persona: conocer los propios anhelos, purificarlos e integrarlos hasta conferir unidad a nuestras vida, de modo que los deseos y, en general, nuestra sensibilidad, sean cada vez más acordes con nuestra identidad y la refuercen. Un corazón impuro es un corazón fragmentado, sin rumbo; un corazón puro, en cambio, es un corazón que ha aprendido progresivamente a unificar, a dar una dirección armoniosa a las distintas dimensiones de la vida.


Por eso, al fundador del Opus Dei le gustaba considerar los frutos de una vida templada, de una que no está atada a las cosas que brillan pero que no tienen valor. «Ese hombre sabe prescindir de lo que produce daño a su alma, y se da cuenta de que el sacrificio es solo aparente: porque al vivir así –con sacrificio– se libra de muchas esclavitudes y logra, en lo íntimo de su corazón, saborear todo el amor de Dios. La vida recobra entonces los matices que la destemplanza difumina; se está en condiciones de preocuparse de los demás, de compartir lo propio con todos, de dedicarse a tareas grandes»[3].


A VECES podemos percibir en nuestra vida algunos afectos contrarios a nuestra identidad. Darnos cuenta de esta realidad es el primer paso para reorientar nuestros deseos hacia lo que nos hace verdaderamente felices. Ignorar o despreciar esta valiosa información que nos ofrecen las pasiones y los sentimientos puede acabar produciendo la división de la que habla el Señor: una copa perfectamente limpia por fuera, pero sucia por dentro; muchas obras buenas, pero un corazón que quizá no disfruta del todo con la vida que está llevando. En ocasiones, esa purificación que Jesús nos pide no será tanto corregir un determinado comportamiento externo, sino redirigir los deseos latentes que se hallan en nuestro corazón; deseos que pueden manifestarse en ilusiones no coherentes con nuesto proyecto de vida o pequeñas aspiraciones frustradas que no terminamos de dejar en manos del Señor y de afrontarlas con él.


«Dios nos ha hecho así: amasados de deseo (...). Podemos decir, sin exagerar, que nosotros somos lo que deseamos. Porque son los deseos los que ensanchan nuestra mirada e impulsan la vida a ir más allá: más allá de las barreras de la rutina, más allá de una vida embotada en el consumo, más allá de una fe repetitiva y cansada, más allá del miedo de arriesgarnos, de comprometernos por los demás y por el bien»[4]. Purificar nuestros deseos nos conduce a disfrutar cada vez más de la realidad tal como es, pues encontramos en los distintos momentos del día una oportunidad de llevar a cabo el ideal que alimenta nuestra existencia. Aprendemos a saborear la valiosa felicidad que nos ofrece cada jornada, sin vías de escape y sin tensiones entre el exterior y el interior: tanto las acciones como las aspiraciones de nuestro corazón pueden ser coherentes con nuestra vocación. Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude a tener un mayor conocimiento de nuestros afectos, para que podamos dirigirlos al Amor que sostiene nuestra vida