Evangelio (Lc 10, 38-42)
En aquel tiempo, cuando iban de camino entró en cierta aldea, y una mujer que se llamaba Marta le recibió en su casa. Tenía ésta una hermana llamada María que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Pero Marta andaba afanada con numerosos quehaceres y poniéndose delante dijo:
—Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en las tareas de servir? Dile entonces que me ayude.
Pero el Señor le respondió:
—Marta, Marta, tú te preocupas y te inquietas por muchas cosas. Pero una sola cosa es necesaria: María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada.
PARA TU RATO DE ORACION
A VECES se ha visto el episodio de Jesús en Betania (cfr. Lc 10,38-42) como una disyuntiva entre dos modos de vivir la fe: o se es como Marta, dedicada a las actividades del mundo, o como María, centrada en las cosas de Dios. Sin embargo, también podemos considerar que las dos actitudes son necesarias y complementarias: no hace falta abandonar las ocupaciones ordinarias para estar siempre con el Señor. San Josemaría, haciéndose eco de las enseñanzas de santos que abrazaron la vida religiosa, escribía: «Habéis de buscar a Jesucristo en la vida corriente –también entre los pucheros, como decía la Madre Teresa–, en lo ordinario. (...) Dios está ahí, entre los libros, entre el material de laboratorio, en la labor de investigación o de enseñanza; y está igualmente en la cocina o entre los instrumentos de limpieza o en el planchero»[1].
Cuando Marta se lamenta ante el Señor porque su hermana no le ayuda en el servicio de la casa, Jesús le responde: «Tú te preocupas y te inquietas por muchas cosas. Pero una sola cosa es necesaria: María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada» (Lc 10, 41-42). Cristo no invita a Marta a desentenderse de sus ocupaciones. De lo contrario, ¿cómo habrían podido comer y recuperar las fuerzas él mismo y los apóstoles? El Maestro quiere que Marta, mientras ejerce de anfitriona, no se olvide de «la mejor parte», de lo único que es «necesario»: dar gloria a Dios y servir a los demás a través de su trabajo bien hecho. De este modo, como escribía el fundador del Opus Dei, «llega un momento en el que nos es imposible distinguir dónde acaba la oración y dónde comienza el trabajo, porque nuestro trabajo es también oración, contemplación, vida mística verdadera de unión con Dios»[2].
SEGURAMENTE en más de una ocasión nos hayamos encontrado como Marta. Durante un periodo de tiempo –breve o largo–, podemos tener la impresión de que no llegamos a todo lo que nos proponemos. Posiblemente tengamos una familia a la que cuidar, obligaciones laborales y más de un imprevisto que inevitablemente se presenta cada jornada y que requiere de un tiempo extra y una atención particular: alguna enfermedad nuestra o de una persona cercana, una llamada o reunión de última hora, un trabajo que se alarga, un desperfecto en la casa, tener que hablar más extensamente con un amigo o compañero, etc. Deseamos entonces que ese periodo de cierto estrés desaparezca cuanto antes y añoramos, con toda razón, que llegue finalmente algo de tranquilidad y de paz.
La reacción de Marta nos puede dar una pista sobre cómo acoger esos momentos cuando se presentan: acudir a Jesús y desahogarnos con él. «Descargad sobre él todas vuestras preocupaciones –escribe san Pedro–, porque él cuida de vosotros» (1Pd 5,7). Al mismo tiempo, la invitación del Señor a centrarse en lo «necesario» también nos puede ayudar a descubrir el sentido de esas ocupaciones que quizá pueden quitarnos la paz. No son solo imprevistos o tareas, sino caminos por los que nos hacemos santos y contribuimos al bien de las personas que nos rodean. Este cambio de enfoque difícilmente supondrá que, de un día para otro, el cansancio desaparezca o que logremos armonizar las tareas exactamente como enseñan los gurús de la gestión del tiempo. Aun acercándonos a ese noble ideal, el cansancio vivido con Jesús tiene un significado valioso, pues nuestro esfuerzo no se dirige a quitarse de encima ese quehacer cuanto antes, sino que adquiere una dimensión ambiciosa: identificarnos con Cristo, que vivió centrado en las cosas de su Padre y con un corazón abierto, magnánimo, para atender a quienes se acercaban a él.
Esta actitud explica «por qué aparecen llenos de paz los santos, aun en medio del dolor, de la deshonra, de la pobreza, de las persecuciones. La respuesta –como decía el beato Álvaro– se dibuja bien clara: porque procuran identificarse con la Voluntad del Padre del Cielo, imitando a Cristo»[3]. Así, lo que antes quizá se percibía como una amenaza que alteraba nuestra vida interior, se mira de otro modo: una oportunidad para crecer en los ideales que sostienen nuestra vida.
MARÍA escucha atenta las palabras de Jesús. El modo de seguir su predicación es bien distinto al de algunos fariseos o escribas, que cuando hablaba el Maestro buscaban algo de qué acusarle. Ella, en cambio, acogería con cariño y sentido práctico sus enseñanzas: no se limitaría a deleitarse en la belleza del discurso, sino que trataría de hacerlo suyo y aplicarlo a su propia vida. «Al abrir el Santo Evangelio –sugería san Josemaría–, piensa que lo que allí se narra –obras y dichos de Cristo– no solo has de saberlo, sino que has de vivirlo. Todo, cada punto relatado, se ha recogido, detalle a detalle, para que lo encarnes en las circunstancias concretas de tu existencia»[4].
«Escuchar la palabra de Dios es leerla y decir: ¿Qué está diciendo esto a mi corazón? ¿Qué me está diciendo Dios a mí con esas palabras? (...) Dios no habla para todos en general: sí, habla para todos, pero nos habla a cada uno. El evangelio ha sido escrito para cada uno de nosotros»[5]. Para descubrir ese significado personal la palabra de Dios necesita fermentar dentro de nosotros; es decir, no basta escuchar o leer una vez un fragmento para captar su significado, sino que requiere que se asiente en nuestro corazón y en nuestra inteligencia. De este modo, podemos leer los sucesos que nos ocurren a la luz de esa palabra, y percibir lo que el Señor nos quiere transmitir en cada momento.
Esta fue la actitud de la Virgen María. Ella meditaba en su corazón tanto los episodios de su vida que no entendía como los que le llenaban de gozo. Nuestra madre nos podrá ayudar a seguir lo que su Hijo quiso transmitir en el hogar de Betania: dar gloria a Dios con nuestro trabajo y escuchar su palabra para que informe toda nuestra vida.