Evangelio (Lc 11,1-4)
Estaba haciendo oración en cierto lugar. Y cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos:
—Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos.
Él les respondió:
—Cuando oréis, decid:
Padre, santificado sea tu Nombre,
venga tu Reino;
sigue dándonos cada día nuestro pan cotidiano;
y perdónanos nuestros pecados,
puesto que también nosotros perdonamos
a todo el que nos debe;
y no nos pongas en tentación.
PARA TU RATO DE ORACION
JESÚS ESTÁ recogido en oración. Sus discípulos le han visto hacerlo con frecuencia anteriormente. A ellos les ilusiona tener esa intimidad con Dios que ven tan natural en el Maestro, y que se manifiesta en sus palabras, en sus acciones, en su alegría… Por eso, se animan a pedirle algo que, junto a ellos, podemos hacer también nosotros: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1). Jesús entrega a los apóstoles la oración que resume su vida y su aspiración más íntima: hacer la voluntad de Dios, abandonarse en sus manos. «Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre; venga tu Reino; hágase tu voluntad, como en el cielo, también en la tierra» (Mt 6,9-10). El deseo de Dios es precisamente que seamos santos y, por tanto, felices. Como recordará más adelante san Pablo: «Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Ts 4,3).
En la vida de Jesús vemos que no se limitó a aceptar con resignación la voluntad de su Padre: la abrazó hasta el extremo de entregar su vida por nosotros. San Josemaría hablaba de las diferentes maneras en que podemos acoger el querer divino, sobre todo cuando puede hacerse más difícil: «No lleves la Cruz arrastrando... Llévala a plomo, porque tu Cruz, así llevada, no será una Cruz cualquiera: será... la Santa Cruz. No te resignes con la Cruz. Resignación es palabra poco generosa. Quiere la Cruz. Cuando de verdad la quieras, tu Cruz será... una Cruz, sin Cruz»[1].
«La gloria de Dios –recordaba san Irineo– consiste en que el hombre viva, y la vida del hombre consiste en la visión de Dios»[2]. El lugar más seguro para vivir es junto a Dios, que ha entregado a su propio hijo para salvarnos. Nadie está tan empeñado en nuestra salvación como él. La oración que Jesús enseñó a los apóstoles es, en el fondo, un «sí» al deseo divino de nuestra felicidad. Pronunciarla, dando todo el sentido a esas palabras de Cristo, nos irá llenando de paz, de seguridad y de fortaleza.
DIOS HA HECHO todo lo posible por acercarse a las criaturas que ama, y por hacérnoslo conocer. «Considera, oh hombre –así nos habla–, que yo he sido el primero en amarte. Aún no habías nacido, ni siquiera existía el mundo, y yo ya te amaba. Desde que existo, yo te amo»[3]. La oración que Jesús enseña a sus apóstoles nos introduce en la esencia de lo que somos: hijos queridísimos de Dios; criaturas elegidas desde la eternidad para entrar en su gozo. Para nosotros, inmersos todavía en el tiempo y en la fragilidad de la condición humana, es difícil imaginar en su plenitud todo ese amor divino.
De inicio, Jesús nos enseña a hablar a Dios con una confianza sorprendente. A él lo terminarán condenando porque llama a Dios su Padre: «¡Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos?» (Mt 26,65). Dios nunca había estado tan cerca de los hombres y mujeres. Unir nuestra oración de hijos a la de Cristo nos llena de esperanza, hace realmente posible que sigamos las huellas de Jesús para cumplir la voluntad de su Padre. Desaparece progresivamente el miedo a lo desconocido, a lo nuevo, a lo que no controlamos. Sabernos hijos nos empuja con fuerza a evangelizar, a llenarnos de la luz de nuestro Padre Dios. «La oscuridad, de vez en cuando, puede parecer cómoda. Puedo esconderme y pasar mi vida durmiendo. Pero nosotros no hemos sido llamados a las tinieblas, sino a la luz»[4].
En el Padrenuestro se esconde todo un camino para comprender cada vez mejor nuestra filiación. «La salvación que Dios nos ofrece es obra de su misericordia. No hay acciones humanas, por más buenas que sean, que nos hagan merecer un don tan grande. Dios, por pura gracia, nos atrae para unirnos a sí. Él envía su Espíritu a nuestros corazones para hacernos sus hijos, para transformarnos y para volvernos capaces de responder con nuestra vida a ese amor»[5].
PERDONAR como lo hace Dios no está a nuestro alcance. Esa prontitud divina para perdonar hace que, de alguna manera, el cielo esté siempre de fiesta. Jesús, en su oración, nos invita a abandonar la lógica del intercambio cuando nos relacionamos entre personas, porque el amor no puede sobrevivir en ese ambiente de méritos y culpas. Así lo consideramos también en una oración del misal que habla del «admirable comercio» que se da entre Dios y nosotros: desde el punto de vista solamente humano, no es razonable que «al ofrecerte lo que tú nos diste, merezcamos recibirte a ti mismo»[6]. Pero esa es precisamente la lógica divina.
Es en la Confesión donde experimentamos de manera particular el perdón de Dios; un perdón que es liberación y que va en contra de nuestra lógica, pues no son nuestras propias obras las que nos justifican, sino nuestra sola disposición a convertirnos nuevamente a Dios. «¡Cuántas veces nos liberamos de tantos pesos interiores, de no sentirnos amados y respetados, cuando comenzamos a amar a los demás gratuitamente!»[7]. Y en la Confesión experimentamos precisamente ese amor gratuito de Dios.
A la vez, sabernos perdonados por el Señor nos lleva a relativizar las ofensas que podamos recibir de los demás. Nos recomienda san Josemaría: «Esfuérzate, si es preciso, en perdonar siempre a quienes te ofendan, desde el primer instante, ya que, por grande que sea el perjuicio o la ofensa que te hagan, más te ha perdonado Dios a ti»[8]. Podemos pedir a María que nos ayude a experimentar el perdón liberador de su Hijo para poder vivirlo con las personas que nos rodean.