Evangelio (Lc 14,12-14)
Decía también al que le había invitado:
—Cuando des una comida o cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a vecinos ricos, no sea que también ellos te devuelvan la invitación y te sirva de recompensa. Al contrario, cuando des un banquete, llama a pobres, a tullidos, a cojos y a ciegos; y serás bienaventurado, porque no tienen para corresponderte. Se te recompensará en la resurrección de los justos.
PARA TU RATO DE ORACION
JESÚS había sido invitado a comer en casa de un fariseo de posición relevante. Después de animar a los comensales a no buscar siempre los mejores puestos en la mesa (cfr. Lc 14,8-11), se dirige a su anfitrión y le dice: «Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado» (Lc 14,13). Si antes habló a los asistentes de humildad, ahora quiere mostrar que esta va también acompañada de la caridad.
Puede desconcertar que Jesús comente estas enseñanzas justo en un banquete. Sin embargo, aprovecha esta ocasión para transmitir lo que él mismo hará más adelante: entregarse en la cruz con la máxima humildad y sin esperar retribuciones. Desea que sus oyentes entren en esa nueva lógica, contraria a la que nos lleva a pensar solo en nosotros mismos, y que es la que nos lleva a la verdadera felicidad. Como decía san Josemaría: «Cuanto más generoso seas, por Dios, serás más feliz»[1].
«¡No tengas miedo! –les decía san Juan Pablo II a un grupo de jóvenes en Suiza–. Dios no se deja vencer en generosidad. Después de casi sesenta años de sacerdocio, me alegra dar aquí, ante todos vosotros, mi testimonio: ¡es muy hermoso poder consumirse hasta el final por la causa del reino de Dios! (...). Llevad en vuestras manos la cruz de Cristo; en vuestros labios, las palabras de vida; y en vuestro corazón, la gracia salvadora del Señor resucitado»[2].
«CUANDO DES un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; y serás bienaventurado, porque no pueden pagarte», dice Jesús. «Te pagarán en la resurrección de los justos» (Lc 14,14). Sabemos que, de una forma misteriosa, la resurrección será la forma de pagar de Dios; recuperaremos lo que hemos entregado, pero de una manera plena. Aparentemente entregamos la vida, pero en realidad es para recibirla nuevamente de manos de Dios Padre: «El mismo Dios en persona es el premio y el término de todas nuestras fatigas»[3], dice santo Tomás de Aquino.
Jesús, en este pasaje del evangelio, nos anima a liberarnos incluso del posible agradecimiento legítimo; no se trata tanto de rechazarlo, sino de que no sea el verdadero motivo por el que actuamos. El Señor nos invita a descubrir su misma forma de querer y de entregarse a los demás, sin cálculos de prestaciones y contraprestaciones. Quien ama de esta manera disfruta mucho más del amor, pues lo recibe también libremente, sin imposiciones ni coacciones.
San Josemaría, al considerar la gratuidad del amor de Dios hacia los hombres, pudo ponderar el inmenso valor de todo lo que hacemos, ya que ni lo pequeño ni lo grande puede equipararse con lo que hemos recibido. «Alguno puede tal vez imaginar que en la vida ordinaria hay poco que ofrecer a Dios: pequeñeces, naderías. Un niño pequeño, queriendo agradar a su padre, le ofrece lo que tiene: un soldadito de plomo descabezado, un carrete sin hilo, unas piedrecitas, dos botones: todo lo que tiene de valor en sus bolsillos, sus tesoros. Y el padre no considera la puerilidad del regalo: lo agradece y estrecha al hijo contra su corazón, con inmensa ternura. Obremos así con Dios, que esas niñerías –esas pequeñeces– se hacen cosas grandes, porque es grande el amor»[4].
A VECES, por una mentalidad que difícilmente entra en la lógica de la gratuidad, nos puede resultar difícil acoger la incondicionalidad del amor divino. Podemos pensar que nuestros méritos y esfuerzos son los únicos caminos legítimos para conseguir algo de valor. Por estar inmersos en una lógica comercial, solamente humana, puede suceder que el «corazón se encoge, se cierra y no es capaz de recibir tanto amor gratuito». Por eso, podemos pedir al Señor: «Que nuestra vida de santidad sea ensanchar el corazón, para que la gratuidad de Dios y los dones de Dios que están ahí y que él quiere regalarnos, lleguen a nuestro corazón»[5].
En el Evangelio leemos que Jesús, a su banquete, invitaría a quienes no pueden pagarle en la tierra. Y tiene sentido, porque ¿cómo se puede pagar a Dios lo que nos da en la Eucaristía, en la Confesión, en los sacramentos y en todos sus dones? Prepararse interiormente para recibir los sacramentos no entra en la lógica de pagar lo que él hace por nosotros, sino en la de ensanchar nuestra alma para que esos regalos llenen nuestra vida y nos lleven a amar como él.
Dice san Josemaría que «el Señor no tenía un corazón seco, tenía un corazón de hondura infinita que sabía agradecer, que sabía amar»[6]. Jesús aprecia los pequeños y grandes detalles de amor que queremos ofrecerle. Podemos pedir a santa María que nuestro corazón sea cada vez más parecido al suyo, abierto de par en par a la gratuidad y a los planes de Dios.