"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

3 de noviembre de 2024

LO PRIMERO ES AMAR A DIOS CON TODO TU CORAZÓN

 


Evangelio (Mc 12, 28b-34)


Se acercó uno de los escribas, que había oído la discusión y, al ver lo bien que les había respondido, le preguntó:


¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?


Jesús respondió:


—El primero es: Escucha, Israel, el Señor Dios nuestro es el único Señor; y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos.


Y le dijo el escriba:


—¡Bien, Maestro! Con verdad has dicho que Dios es uno solo y no hay otro fuera de Él; y amarle con todo el corazón y con toda la inteligencia y con toda la fuerza, y amar al prójimo como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y sacrificios.


Viendo Jesús que le había respondido con sensatez, le dijo:


—No estás lejos del Reino de Dios.


Y ninguno se atrevía ya a hacerle preguntas.


PARA TU RATO DE ORACION 



«¿CUÁL ES el primero de todos los mandamientos?» (Mc 12,28). Con esta pregunta arranca una conversación íntima entre un escriba y Jesús. «El primero es: "Escucha, Israel, el Señor Dios nuestro es el único Señor; y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas"» (Mc 12,29-30). Aunque la respuesta no resulte extraña para alguien familiarizado con la tradición judía, si lo pensamos fríamente, las palabras de Cristo nos revelan algo sorprendente: Dios, el creador del cielo y de la tierra, el todopoderoso y eterno, le pide al hombre que le ame. Quien lo tiene todo, quien lo ha hecho todo y lo puede todo, se presenta como necesitado. Nos invita a nosotros, criaturas suyas salidas del polvo (cfr. Gn 2,7), a participar de su amor y de su felicidad.


Este sabio israelita está admirado de lo que escucha. Su bienintencionado corazón se llena de luz y comprende que su interlocutor tiene unas respuestas y un modo de hablar que le inspiran confianza. No puede sostener una emocionada reacción: «¡Bien, Maestro!» (Mc 12,32). No era frecuente que un escriba reconociera tan abiertamente que Jesús tenía razón y, además, que lo hiciera de un modo tan sencillo. La reacción de la mayoría de sus compañeros había sido la contraria y, quizá por eso, san Marcos nos dice que «ninguno se atrevía ya a hacerle preguntas» (Mc 12,34). Nosotros, en cambio, desearíamos llenar a Jesús de las preguntas que dan vueltas en nuestro interior. Queremos pedirle que nos explique lo mismo una y otra vez porque, salidas de sus labios, las cosas nunca suenan igual, sus palabras nunca vuelven sin dar fruto (cfr. Is 55,11).


El demonio lucha con insistencia en contra de esta relación confiada que Dios quiere establecer con los hombres. Quiere convencernos, como a nuestros primeros padres, de que Dios tiene intereses torcidos: «No moriréis en modo alguno –les dijo con engaño–; es que Dios sabe que el día que comáis de él se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal» (Gn 3,4-5). «¿Acaso no tenemos todos, de algún modo, miedo, si dejamos entrar a Cristo totalmente dentro de nosotros, si nos abrimos totalmente a él? ¿Miedo de que él pueda quitarnos algo de nuestra vida? ¿Acaso no tenemos miedo de renunciar a algo grande, único, que hace la vida más bella? (...). ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida»[1].


CON PALABRAS de san Josemaría, podemos pedir al Señor que abra nuestras inteligencias a este don de su primer mandamiento: «Cuando veo que entiendo tan poco de tus grandezas, de tu bondad, de tu sabiduría, de tu poder, de tu hermosura... Cuando veo que entiendo tan poco, no me entristezco: me alegro de que seas tan grande que no quepas en mi pobre corazón, en mi miserable cabeza. ¡Dios mío! (...). Toda esa grandeza, todo ese poder, toda esa hermosura... ¡mía! Y yo... ¡suyo!»[2].


Y si fuera poca nuestra sorpresa ante la voluntad de Dios por entrar en esa relación de amor confiado con los hombres, además nos ofrece una libertad absoluta para responder a su invitación; no hace ningún tipo de chantaje, ni presión, ni maniobra. Nos damos cuenta fácilmente de que somos libres, de que está en nuestro poder aceptar todo lo bueno, pero también podemos hacer como que no lo hemos oído. Cuando alguien desea ser amado, pero no obliga a los demás a hacerlo, es especialmente receptivo a cualquier muestra de cariño. Todo lo recibe como un regalo, su corazón rebosa de alegría hasta con el detalle más pequeño. Y así, en cierta manera, es Dios con nosotros; no porque no merezca nuestro amor, sino porque nosotros nunca estaremos a la altura de colmarlo. La distancia es infinita, pero Dios la ha recorrido con mucho gusto, en su hijo Jesucristo. Él mismo ha dicho que su yugo es suave y su carga, ligera (cfr. Mt 11,30).


«EL SEGUNDO es este: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". No hay otro mandamiento mayor que estos» (Mc 12,31). A Jesús le han preguntado por el mandamiento más importante, y responde con dos mandamientos. Es como si los pusiera a un mismo nivel, como si fueran dos caras de una misma moneda. «Solo mi disponibilidad para ayudar al prójimo, para manifestarle amor, me hace sensible también ante Dios. Solo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama»[3].


Ayudando a los demás, tratando de imitar el estilo divino, entendemos mejor a Dios y su amor por nosotros. Dar cariño y recibirlo, de Dios y de los demás, son momentos que no pueden separarse. Al distinguirlos demasiado, corremos el riesgo de quedarnos en la teoría, de empequeñecer ambas relaciones. El amor que Dios nos tiene se hace concreto en la necesidad de mi hermano, en mi disponibilidad para estar cerca de él, para ayudarle, para acompañarle. «Necesitamos reconocer que cada persona es digna de nuestra entrega. No por su aspecto físico, por sus capacidades, por su lenguaje, por su mentalidad o por las satisfacciones que nos brinde, sino porque es obra de Dios, criatura suya. Él la creó a su imagen, y refleja algo de su gloria. Todo ser humano es objeto de la ternura infinita del Señor, y él mismo habita en su vida. Jesucristo dio su preciosa sangre en la cruz por esa persona»[4].


Al pie de esa misma cruz, en el lugar en el que todos hemos ganado la posibilidad de acceder a una relación cercana con Dios, está nuestra madre. La Virgen María es quien mejor ha conjugado ambos mandamientos: amaba a Dios porque amaba a los demás, y amaba a los demás porque amaba a Dios. Nuestra «madre amable» nos puede introducir, tomándonos de la mano, en ese torrente de cariño.