"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

5 de agosto de 2025

TENED CONFIANZA, SOY YO


Evangelio (Mt 14,22-36)


Y enseguida Jesús mandó a los discípulos que subieran a la barca y que se adelantaran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Y, después de despedirla, subió al monte a orar a solas. Cuando se hizo de noche seguía él solo allí. Mientras tanto, la barca ya se había alejado de tierra muchos estadios, sacudida por las olas, porque el viento le era contrario. En la cuarta vigilia de la noche vino hacia ellos caminando sobre el mar. Cuando le vieron los discípulos andando sobre el mar, se asustaron y dijeron:


—¡Es un fantasma! —y llenos de miedo empezaron a gritar.


Pero al instante Jesús les habló:


—Tened confianza, soy yo, no tengáis miedo.


Entonces Pedro le respondió:


—Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas.


—Ven —le dijo él.


Y Pedro se bajó de la barca y comenzó a andar sobre las aguas en dirección a Jesús. Pero al ver que el viento era muy fuerte se atemorizó y, al empezar a hundirse, se puso a gritar:


—¡Señor, sálvame!


Al instante Jesús alargó la mano, lo sujetó y le dijo:


—Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?


Y cuando subieron a la barca se calmó el viento. Los que estaban en la barca le adoraron diciendo:


—Verdaderamente eres Hijo de Dios.


Acabaron la travesía y llegaron a tierra a la altura de Genesaret. Al reconocerlo los hombres de aquel lugar mandaron aviso a toda la comarca y le trajeron a todos los que se sentían mal, y le suplicaban poder tocar, aunque sólo fuera el borde su manto. Y todos los que lo tocaron quedaron sanos.



PARA TU RATO DE ORACION 



DESPUÉS de dar de comer a la multitud, Jesús se retiró al monte para orar, pero antes pidió a los discípulos que cruzaran el lago y que le esperasen en la otra orilla (cfr. Mt 14,22-25). Pedro y los demás apóstoles navegan en la oscuridad. Ya se han alejado de tierra, cuando la barca comienza a agitarse por las olas, y el viento sopla en contra. Como es lógico, comienza a correr una cierta inquietud entre los presentes. A pesar de la veteranía de muchos, esta repentina sacudida les ha tomado desprevenidos.


El Evangelio nos presenta la barca de los discípulos en el mar tempestuoso como una figura de la vida de la Iglesia que surca el mar de la historia, aparentemente indefensa ante los peligros. «El mar simboliza la vida presente y la inestabilidad del mundo visible; la tempestad indica toda clase de tribulaciones y dificultades que oprimen al hombre. La barca, en cambio, representa a la Iglesia edificada sobre Cristo y guiada por los Apóstoles. Jesús quiere educar a sus discípulos a soportar con valentía las adversidades de la vida, confiando en Dios»[1].


San Josemaría también consideraba que, en muchas ocasiones, los cristianos encontraremos tormentas similares a la hora de difundir el Evangelio. A veces serán las circunstancias externas las que ponen obstáculos; otras, el peso de nuestra debilidad y de nuestro pecado. «Cumplimos también nosotros un mandato imperativo de Cristo, navegando en un mar revuelto por las pasiones y los errores humanos, y sintiendo a veces dentro de nosotros toda nuestra flaqueza, pero decididos firmemente a conducir a término esta barca de salvación que el Señor nos ha confiado. Se levanta quizá en ocasiones, de lo profundo del corazón, ante la fuerza del viento contrario, la voz de nuestra impotencia humana: “Ten misericordia de mí, oh Dios, porque me persiguen, me combaten y me hacen sufrir constantemente. Sin cesar me persiguen mis enemigos; y son muchos, en verdad, los que me combaten” (Ps. LV, 2-3). Él no nos deja, y siempre que ha sido necesario se ha hecho presente, con su omnipotencia amorosa, para llenar de paz y de seguridad el corazón de los suyos»[2].


LA LLEGADA de Jesús que camina sobre las aguas, lejos de ser tranquilizadora, en un primer momento añadió más miedo a la situación. Los discípulos, asustados, dijeron: «¡Es un fantasma», y llenos de miedo se pusieron a gritar. Pero enseguida Jesús les aseguró: «Tened confianza, soy yo, no tengáis miedo». Es entonces cuando Pedro se expresó con audacia: «Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas». Y Jesús le respondió: «¡Ven!». Pedro bajó de la barca, caminó sobre las aguas y se dirigió hacia Cristo (cfr. Mt 14,25-29). El gesto de Pedro y la respuesta de Jesús nos recuerdan que Dios ama nuestras ideas valientes, sobre todo cuando tienen que ver con la confianza en él. Quizá resuene en este episodio el tono decidido con que los hijos del Zebedeo respondieron «¡Podemos!» a la pregunta de Jesús sobre su disposición a seguirle en la Pasión, o tantas manifestaciones magnánimas en la vida de los santos. Dios aprecia esos saltos de fe, esa audacia a la hora de seguir a Cristo, que nos hacen capaces de caminar sobre las aguas de un temporal.


«El Señor nos interpela y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a despertar y a activar esa solidaridad y esperanza capaz de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo parece naufragar»[3]. Pedro hizo algo que, a simple vista, no tenía lógica humana. Abandonó la relativa estabilidad de la barca para lanzarse a un mar revuelto. Y en ese gesto halló la verdadera seguridad. Jesús también nos anima a no refugiarnos en nuestras certezas, a no aislarnos del mundo y de los demás cuando sintamos que el mar está agitado. El Señor espera un acto de fe audaz como el de Pedro, que lleva a no huir de los problemas, sino a abrazarlos, confiados en la cercanía de Cristo. «En su cruz hemos sido salvados para hospedar la esperanza y dejar que sea ella quien fortalezca y sostenga todas las medidas y caminos posibles que nos ayuden a cuidarnos y a cuidar. Abrazar al Señor para abrazar la esperanza. Esta es la fuerza de la fe, que libera del miedo y da esperanza»[4].


A PESAR de la seguridad con que Pedro estaba caminando, en cuanto vio que «el viento era muy fuerte se atemorizó y, al empezar a hundirse, se puso a gritar: “¡Señor, sálvame!”». Jesús entonces «alargó la mano lo sujetó y le dijo: “Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?”» (Mt 14,30-31). Pedro había sido capaz de caminar sobre el agua no por sus propias fuerzas, sino por las palabras de Jesús. Y comenzó a hundirse no porque el viento era ya demasiado fuerte, sino porque había dejado de confiar en el Señor. «Lo mismo nos sucede a nosotros: si solo nos miramos a nosotros mismos, dependeremos de los vientos y no podremos ya pasar por las tempestades, por las aguas de la vida»[5]. Pedro quizá creía que se bastaba él solo para mantenerse en pie, pero era evidente que solamente podía hacerlo porque Cristo lo sostenía.


Habrá momentos en los que, como Pedro, caminaremos sobre las aguas y afrontaremos con calma y serenidad las diversas tempestades. También se presentarán otros momentos en los que creeremos que nos hundimos. En una y otra situación, el Señor siempre está cerca, pues se encuentra en lo más profundo de nuestro ser. Sin embargo, debemos experimentar nuestra relación con Dios tanto en la aparente lejanía como en la cercanía. Al igual que a Pedro, Cristo nos tenderá su mano cuando sintamos que nos ahogamos y nos dirigimos a él: «¡Señor, sálvame!» (Mt 14,30). La experiencia de los apóstoles nos muestra que, si dejamos que Jesús se meta en nuestra barca, el viento se calmará (cfr. Mt 14,32). Podemos pedir a María que, en medio de las tormentas que agitan nuestro día a día, resuenen en nuestros corazones las palabras de su Hijo: «Tened confianza, soy yo, no tengáis miedo» (Mt 14,27).