Evangelio (Lc 11,42-46)
«Pero, ¡ay de vosotros, fariseos, que pagáis el diezmo de la menta, de la ruda y de todas las legumbres, pero despreciáis la justicia y el amor de Dios! ¡Hay que hacer esto sin descuidar lo otro!
¡Ay de vosotros, fariseos, porque apetecéis los primeros asientos en las sinagogas y que os saluden en las plazas!
¡Ay de vosotros, que sois como sepulcros disimulados, sobre los que pasan los hombres sin saberlo!
Entonces, cierto doctor de la Ley, tomando la palabra, le replica:
—Maestro, diciendo tales cosas nos ofendes también a nosotros.
Pero él dijo:
—¡Ay también de vosotros, los doctores de la Ley, porque imponéis a los hombres cargas insoportables, pero vosotros ni con uno de vuestros dedos las tocáis!».
PARA TU RATO DE ORACION
CON FRECUENCIA Jesús era invitado a comer en las casas de personas muy diversas: acudía al hogar de sus discípulos y de sus amigos; participaba en los banquetes que le organizaban como muestra de agradecimiento, como es el caso del publicano Zaqueo; incluso, comía con los dirigentes del pueblo cuando se lo pedían. En una ocasión, cuenta san Lucas, Jesús aceptó la invitación de un conocido fariseo. El anfitrión, al ver que el Señor se sentó a la mesa sin haber respetado la costumbre de lavarse las manos, se incomodó. Probablemente, el resto de comensales también se dieron cuenta y criticaron interiormente la actitud del Maestro.
El texto no explicita si ese gesto del Señor lo realizó pensando en ofrecer una enseñanza. Lo que nos cuenta el evangelista es que Jesús aprovechó la situación para transmitir un mensaje a los allí presentes: que a los ojos de Dios lo trascendente no es solo lo externo –«lo de fuera»–, sino también «lo de dentro», es decir, las razones que mueven el corazón (Lc 11,40). «¡Ay de vosotros, fariseos, que pagáis el diezmo de la menta, de la ruda y de todas las legumbres, pero despreciáis la justicia y el amor de Dios! ¡Hay que hacer esto sin descuidar lo otro!» (Lc 11,42). El tono de sus palabras es duro. Jesús les acusa de hipocresía y desenmascara su engañosa conducta. Porque algunos fariseos estaban más pendientes de aparentar externamente que de vivir conforme a la verdad. Andaban tan empecinados por la literalidad de la ley que se olvidaban del espíritu que la animaba.
En cierto sentido, la actitud de los fariseos también puede darse hoy en día. Algo similar ocurre cuando vivimos nuestros compromisos diarios con Dios y con los demás de manera fría y automática. Quizá sabemos que es algo que hay que hacer, pero no terminamos de intuir su verdadero valor. Es entonces cuando tal vez el motor que inspira esas acciones es la inercia, el deseo de quedar bien o simplemente el miedo a lo que pueda ocurrir si las omitimos. Dios no solo quiere que cumplamos con lo establecido, sino sobre todo que lo hagamos por amor. «Ama y haz lo que quieras», enseñaba san Agustín. Y continuaba diciendo: «Si callas, calla por amor; si gritas, grita por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor. Si tienes el amor arraigado en ti, ninguna otra cosa sino amor serán tus frutos»[1].
ALGUNOS fariseos no reconocían la acción de Dios en las obras de Jesús. Frente a la sencillez y naturalidad con la que el Señor actuaba, esos fariseos vivían pendientes de una multitud de pequeños preceptos que debían realizar escrupulosamente, convencidos de que así agradaban a Dios, mientras descuidaban la rectitud de su corazón y la caridad con los demás hombres. En la enseñanza de Cristo, por el contrario, el secreto de la justicia no se detiene principalmente en la importancia o en la perfección material de lo que se lleva a cabo, como en el amor que lleva a hacerlo de la mejor manera posible. «¡Todo por amor!»[2], repetía san Josemaría, porque «todo lo que se hace por Amor adquiere hermosura y se engrandece»[3]. Así, no hay trabajos o tareas de poco relieve, pues la importancia radica en el amor con que se realizan.
Refiriéndose a la santificación del trabajo, predicaba en una ocasión el fundador del Opus Dei: «Hacedlo todo por Amor y libremente; no deis nunca paso al miedo o a la rutina: servid a Nuestro Padre Dios»[4]. De esta manera, nos resultará natural y necesario preguntarnos, en especial cuando examinamos nuestra conciencia, por los motivos que nos empujan a comportarnos de una determinada manera: ¿qué me mueve a realizar esta acción concreta: el amor a Dios y a los demás o mi propia satisfacción personal?
Limitarse simplemente a respetar unas reglas acaba fácilmente convirtiéndose en un peso. De algún modo esto es lo que le ocurrió al hermano mayor del hijo pródigo. A pesar de que parecía que hacía muchas cosas bien –no se alejaba de su padre, trabajaba con esmero en la finca…–, no disfrutaba de la vida que llevaba; incluso podemos intuir que envidiaba la decisión de su hermano y las diversiones que habría tenido. Por eso es necesario buscar sinceramente el bien de los mandamientos divinos y de aquello que nace como fruto de nuestra relación con Dios y con nuestros hermanos: esto es algo liberador, que nos permite saborear lo que es realmente valioso. Porque no solo importa lo que hago, sino también el bien que persigo cuando lo hago. La vida es un viaje en el que vamos purificando poco a poco nuestras intenciones y vamos adentrándonos en adquirir los bienes mejores, rectificando la dirección al percatarnos que el rumbo se ha torcido. Y así, luchando por elegir lo que es mejor para nosotros, crecerá el deseo de amar a Dios sobre todas las cosas.
EN EL TRATO con Dios, el cristiano necesita proteger unos tiempos y un orden en la propia vida para que las demás realidades del mundo no sofoquen lo que es esencial y lo que en realidad da sentido al resto. Planificar y tener unas prioridades es, al fin y al cabo, lo que procuramos realizar con cualquier actividad que nos interesa: cuidar a nuestra familia, crecer en un aspecto profesional, mantener las amistades, descansar y estar en buena forma física... De lo contrario, es fácil que las prisas y las urgencias del día a día nos arrastren, hasta el punto de alejarnos de los bienes que deseábamos cuidar. Al conjunto de prácticas de piedad que componen la jornada de un cristiano san Josemaría lo llamaba plan de vida. Se trata de momentos que permiten descubrir que «hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes»[5] en medio del trabajo y de las demás actividades. Por eso, el plan de vida responde a la necesidad del alma «de buscar a Dios, de encontrarle y de tratarle siempre, admirándolo con amor en medio de las fatigas de su trabajo ordinario»[6].
San Josemaría prevenía a las personas de la Obra para que ese plan de vida no se transformara en un programa agarrotado y tieso, cuya realización fuera un fin en sí mismo. Por el contrario, sus contenidos, decía, «no han de convertirse en normas rígidas, como compartimentos estancos; señalan un itinerario flexible, acomodado a tu condición de hombre que vive en medio de la calle, con un trabajo profesional intenso, y con unos deberes y relaciones sociales que no has de descuidar, porque en esos quehaceres continúa tu encuentro con Dios. Tu plan de vida ha de ser como ese guante de goma que se adapta con perfección a la mano que lo usa»[7]. Se entiende entonces que el cumplimiento de ese plan no tiene como objetivo un mero «cumplo y miento»[8], no es algo que haya que hacer y tachar para quedarnos tranquilos: son medios que nos abren a Dios y a las necesidades del prójimo. Podemos acudir a la intercesión de la Virgen María para que nos ayude a obrar en todo momento por amor, con el deseo de identificarnos con su Hijo.