Evangelio (Lc 11,47-54)
»¡Ay de vosotros, que edificáis los sepulcros de los profetas, después que vuestros padres los mataron! Así pues, sois testigos de las obras de vuestros padres y consentís en ellas, porque ellos los mataron, y vosotros edificáis sus sepulcros. Por eso dijo la sabiduría de Dios: «Les enviaré profetas y apóstoles, y a algunos los matarán y perseguirán, para que se pida cuentas a esta generación de la sangre de todos los profetas derramada desde la creación del mundo, desde la sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías, asesinado entre el altar y el Templo». Sí, os lo aseguro: se le pedirán cuentas a esta generación.
»¡Ay de vosotros, doctores de la Ley, porque os habéis apoderado de la llave de la sabiduría! Vosotros no habéis entrado y a los que querían entrar se lo habéis impedido.
Cuando salió de allí, los escribas y fariseos comenzaron a atacarle con furia y a acosarle a preguntas sobre muchas cosas, acechándole para cazarle en alguna palabra.
PARA TU RATO DE ORACION
TANTO LUCAS como Mateo recogen en sus evangelios el célebre discurso de los «ayes», en el que el Señor recrimina a los escribas y fariseos la incoherencia de sus vidas. El Maestro les acusa con dureza porque estaban más preocupados de aparentar que de vivir de acuerdo con la verdad. «¡Ay de vosotros, los doctores de la ley, porque imponéis a los hombres cargas insoportables, pero vosotros ni con uno de vuestros dedos las tocáis! ¡Ay de vosotros, que edificáis los sepulcros de los profetas, después que vuestros padres los mataron! (...) ¡Ay de vosotros, maestros de la ley, que os habéis apoderado de la llave de la ciencia» (Lc 11, 46-47.52).
Lejos de ablandar sus corazones, las palabras que escuchan de labios de Jesucristo les llevan «a atacarle con furia» (Lc 11,53). Ciertamente, el Señor les ha hablado con severidad. Sin embargo, si hubieran mirado con un poco de valentía y sinceridad en su interior, se habrían dado cuenta de que las acusaciones de Jesús eran justas. La humildad, en cambio, permite aceptar la corrección y ponernos en marcha hacia la conversión que el Señor nos pide. Ese es «el camino que nos conduce a Dios y, al mismo tiempo, precisamente porque nos conduce a él, nos lleva también a lo esencial de la vida, a su significado más verdadero, al motivo más fiable por el que la vida vale la pena ser vivida. Solo la humildad nos abre a la experiencia de la verdad, de la alegría auténtica, del conocimiento que cuenta. Sin humildad estamos aislados (...) de la comprensión de Dios, de la compresión de nosotros mismos»[1].
En otros pasajes del Evangelio vemos cómo a Jesús le conmueve la sencillez de los niños que se le acercan y que aún no han aprendido a mentir; la debilidad de los leprosos que le piden ser curados sin dejarse atar por el que dirán; la honradez de los que preguntan porque desean conocer la verdad. El Maestro aprecia la autenticidad y la honradez. Por eso, en otra ocasión, predicará: «Que vuestro modo de hablar sea: “Sí, sí”; “no, no”. Lo que exceda de esto, viene del maligno» (Mt 5,37).
LA INCLINACIÓN a justificarse de los fariseos y escribas es tan vieja como el mismo hombre. Cuando Dios se extraña al ver el vestido de hojas que Adán se ha puesto y le pregunta si ha comido del árbol, el primer hombre se excusa: «La mujer que me diste, ella me dio del árbol, y comí» (Gen 3,12). Su reacción es echarle la culpa a Eva, para tranquilizar así su conciencia ante lo que acababa de suceder.
Cuenta don Javier Echevarría que san Josemaria «luchó siempre contra todo tipo de excusas que frenan el cumplimiento del deber, aunque no supongan una ofensa grave al Señor. (...) En esos detalles se demuestra el amor. Por eso, rechazaba radicalmente cinco razonamientos, que no dudaba en calificar de diablos: es que, pensé que, creí que, mañana, después»[2]. El deseo de tener un corazón atento, que vigila, lleva a escuchar la voz de Dios en todas esas pequeñas luchas.
El examen de conciencia es un medio que nos ayuda a conocernos mejor y a reconocer las llamadas que Dios nos dirige cada día. Si en ocasiones nos damos cuenta de que no hemos sabido corresponder, en ese momento podemos pedir al Señor la gracia de recomenzar al día siguiente. Como decía san Josemaría: «Nuestra vida –la de los cristianos– ha de ser así de vulgar: procurar hacer bien, todos los días, las mismas cosas que tenemos obligación de vivir; realizar en el mundo nuestra misión divina, cumpliendo el pequeño deber de cada instante. –Mejor: esforzándonos por cumplirlo, porque a veces no lo conseguiremos y, al venir la noche, en el examen, tendremos que decir al Señor: no te ofrezco virtudes; hoy solo puedo ofrecerte defectos, pero –con tu gracia– llegaré a llamarme vencedor»[3].
LA LLAMADA y el seguimiento de Cristo están íntimamente conectados con la necesidad de examinarnos en el amor de Dios. En la oración necesitamos enfrentarnos a nuestras debilidades, sin miedo, mediante un examen de conciencia sincero, que nos permita poner nombre y apellidos a lo que nos pasa. El beato Álvaro, en una de sus primeras cartas pastorales, aconsejaba «hacer a conciencia el examen de conciencia»[4]. En otras palabras, animaba a sus hijos a ser valientes para mirar en el interior del corazón, yendo hasta el fondo, para encontrar las causas de las debilidades.
Este empeño por conocernos mejor nos podrá ayudar a crecer en libertad, pues de este modo descubrimos la continua mirada y acción del Señor en nuestra existencia, que nos impulsa a vivir con autenticidad. En cambio, «el olvido de la presencia de Dios en nuestra vida va a la par que la ignorancia sobre nosotros mismos, la ignorancia sobre las características de nuestra personalidad y sobre nuestros deseos más profundos»[5]. En este examen podemos reavivar los ideales que queremos que nos muevan y pedir su gracia a Dios para que nos ayude a vivir según nuestra vocación. De este modo, podremos acompañar de cerca al Señor, sin quedar atrapados por lo que nos aparta de él. Cuando Jesús llamó a los primeros apóstoles, ellos, «abandonando todas las cosas, ¡todo!, le siguieron... Y sucede algunas veces que nosotros –que deseamos imitarles– no acabamos de abandonar todo, y nos queda un apego en el corazón, un error en nuestra vida, que no queremos cortar, para ofrecérselo al Señor. –¿Harás el examen de tu corazón bien a fondo? –No ha de quedar nada ahí, que no sea de él; si no, no le amamos bien, ni tú ni yo»[6].
La Virgen María supo dirigir sus afectos hacia la misión que el ángel le había anunciado: ser la Madre de Dios. Desde aquel día toda su vida, incluso los más pequeños detalles, giraría en torno a esa vocación. Ella nos podrá ayudar a que también nuestra entera jornada sea expresión del amor que tenemos a su Hijo, y que se extiende a las personas que nos rodean.