"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

25 de octubre de 2024

SER LIBRES

 



Evangelio (Lc 12,54-59)


En aquel tiempo, decía Jesús a la gente:


— Cuando veis que sale una nube por el poniente, enseguida decís: «Va a llover», y así sucede. Y cuando sopla el sur, decís: «Viene bochorno», y también sucede. ¡Hipócritas! Sabéis interpretar el aspecto del cielo y de la tierra: entonces, ¿cómo es que no sabéis interpretar este tiempo? ¿Por qué no sabéis descubrir por vosotros mismos lo que es justo?


»Cuando vayas con tu adversario al magistrado, procura ponerte de acuerdo con él en el camino, no sea que te obligue a ir al juez, y el juez te entregue al alguacil, y el alguacil te meta en la cárcel. Te aseguro que no saldrás DE NADA allí hasta que pagues el último céntimo.



PARA TU RATO DE ORACION 


HOY EN DÍA disponemos de muchos instrumentos para predecir las condiciones meteorológicas. Los contemporáneos de Jesús no contaban con esa tecnología, pero a partir de determinados signos podían intuir lo que iba a ocurrir. De hecho, esta sabiduría quedaba reflejada en refranes o canciones que pronosticaban el clima si se daban ciertas circunstancias. Jesús se refiere a ese conocimiento popular cuando se dirigió a las multitudes invitándoles a creer en él: «Cuando veis que sale una nube por el poniente, enseguida decís: “Va a llover”, y así sucede. Y cuando sopla el sur, decís: “Viene bochorno”, y también sucede. ¡Hipócritas! Sabéis interpretar el aspecto del cielo y de la tierra: entonces, ¿cómo es que no sabéis interpretar este tiempo?» (Lc 5,54-56).


Cristo se lamenta porque los signos que ha mostrado –los milagros, su vida y su doctrina– deberían ser suficientes para confesarle como Mesías. El Señor estaba pasando muy cerca de cada uno, pero muchos no se daban cuenta. También hoy Dios pasa por nuestra vida en la belleza y en la fatiga de lo cotidiano, en momentos de alegría y en otros en los que experimentamos el dolor. Y es precisamente en esas circunstancias donde podemos descubrir que Dios está cerca de nosotros y le importan nuestras preocupaciones. Tanto entonces como ahora, mantener el corazón sensible y abierto a la providencia –que madura en la oración personal– sigue siendo la puerta para descubrir la acción de Dios en favor nuestro. «Con esta búsqueda del Señor –comentaba san Josemaría–, toda nuestra jornada se convierte en una sola íntima y confiada conversación. Lo he afirmado y lo he escrito tantas veces, pero no me importa repetirlo, porque Nuestro Señor nos hace ver –con su ejemplo– que ese es el comportamiento certero: oración constante, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. Cuando todo sale con facilidad: ¡gracias, Dios mío! Cuando llega un momento difícil: ¡Señor, no me abandones!»[1].


«¿POR QUÉ no sabéis descubrir por vosotros mismos lo que es justo?», pregunta el Señor a quienes le escuchaban. El juicio que realizamos sobre las cosas más importantes de nuestra vida no solo atañe a la inteligencia, como si fuera exclusivamente algo teórico, sino que requiere la adhesión de nuestra voluntad. En efecto, el Espíritu Santo nos ilumina para poder comprender lo que sucede dentro de nosotros y en el mundo que nos rodea. Él nos ayuda a distinguir con mayor claridad cuáles son las verdaderas motivaciones que mueven nuestra conducta.


Discernir la verdad de nuestra vida no siempre es fácil. Sin embargo, solo a partir de este proceso podemos gozar de una profunda libertad interior: «Si vosotros permanecéis en mi palabra, sois en verdad discípulos míos, conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (Jn 8,31-32). No serán las circunstancias externas las que nos impulsen a actuar de un modo, ni tampoco unos motivos más o menos nobles. El motor de nuestro obrar será principalmente el amor, el convencimiento de que esa decisión es lo mejor para nosotros mismos y para nuestro entorno.


El discernimiento «requiere que me conozca a mí mismo, que sepa lo que es bueno para mí aquí y ahora. Sobre todo, requiere una relación filial con Dios. Dios es Padre y no nos deja solos, siempre está dispuesto a aconsejarnos, a animarnos, a acogernos. Pero nunca impone su voluntad. ¿Por qué? Porque quiere ser amado y no temido. Y Dios quiere también que seamos hijos y no esclavos: hijos libres. Y el amor solo puede vivirse en libertad»[2]. El Señor no quiere que nos limitemos a hacer cosas buenas externas, sino que desea que las hagamos también con el corazón. Porque «la verdadera libertad de espíritu –señala el prelado del Opus Dei– es esta capacidad y actitud habitual de obrar por amor, especialmente en el empeño de seguir lo que, en cada circunstancia, Dios le pide a cada uno»[3].


«CUANDO VAYAS con tu adversario al magistrado, procura ponerte de acuerdo con él en el camino, no sea que te obligue a ir al juez, y el juez te entregue al alguacil, y el aguacil te meta en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que pagues el último céntimo» (Lc 12,58-59). Con esta imagen, el Señor nos enseña que, aunque un hombre viva en el error, todavía está a tiempo para rectificar. Cuanto antes lo haga, mejor, pues se encuentra de camino hacia el juicio que llegará cuando acabe su existencia terrena: «Que se apresure, pues –comenta un padre de la Iglesia–, a tomar parte ahora en la primera resurrección el que no quiera ser condenado con el castigo eterno de la segunda muerte. Los que en la vida presente, transformados por el temor de Dios, pasan de mala a buena conducta, pasan de la muerte a la vida, y más tarde serán transformados de su humilde condición a una condición gloriosa»[4].


Todos tenemos cosas que rectificar. De algunas somos muy conscientes, y pedimos ayuda al Señor para aceptarlas con serenidad y luchar con paciencia y confianza filial, sin desalentarnos. Otras, en cambio, pueden pasar más desapercibidas. El espíritu de examen nos ayuda a «conseguir esa limpieza de corazón, que nos llevará a ver a Dios en todo»[5]. De este modo, podemos percibir en nuestro día a día entre el bien y el mal, «entre lo que procede de Dios y lo que proviene de nuestras propias pasiones o del diablo»[6].


El examen de conciencia diario es «leer en el libro de nuestro corazón qué ha sucedido durante la jornada»[7]. Por lo general, bastan unos pocos minutos al final del día, aunque habrá ocasiones en las que dediquemos más tiempo: antes de confesarnos, en un retiro espiritual, cuando ha ocurrido algo especialmente importante... «En cualquier caso, siempre es conveniente invocar al Espíritu Santo, para que nos conceda su luz, y terminar con un acto de dolor y algún propósito concreto para la jornada siguiente. De este modo, enderezaremos el rumbo de nuestra conducta, y borraremos con actos de contrición las manchas que podamos haber estampado en el libro de nuestra vida»[8]. Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude en nuestra lucha diaria por hacer que su Hijo sea el centro de nuestra vida.