"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

26 de octubre de 2024

Nuestras debilidades


 Evangelio (Lc 13,1-9)

Estaban presentes en aquel momento unos que le contaban lo de los galileos, cuya sangre mezcló Pilato con la de sus sacrificios. Y en respuesta les dijo:

— ¿Pensáis que estos galileos eran más pecadores que todos los galileos, porque padecieron tales cosas? No, os lo aseguro; pero si no os convertís, todos pereceréis igualmente. O aquellos dieciocho sobre los que cayó la torre de Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que todos los hombres que vivían en Jerusalén? No, os lo aseguro; pero si no os convertís, todos pereceréis igualmente.

Les decía esta parábola:

— Un hombre tenía una higuera plantada en su viña y fue a buscar en ella fruto y no lo encontró. Entonces le dijo al viñador: «Mira, hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera sin encontrarlo; córtala, ¿para qué va a ocupar terreno en balde?» Pero él le respondió: «Señor, déjala también este año hasta que cave a su alrededor y eche estiércol, por si produce fruto; si no, ya la cortarás».


PARA TU RATO DE ORACION 



EN UNA OCASIÓN, Jesús contó la parábola de un hombre que tenía una viña. Resulta que fue varias veces «a buscar en ella fruto» (Lc 13,6), pero jamás lo encontró. Después de tres años así, llegó a la conclusión de que no valía la pena seguir ocupándose de ella. Por eso le pidió al viñador que la cortara. ¿Qué sentido tenía que ocupara el terreno de la finca si no producía nada? Sin embargo, el viñador le respondió: «Señor, déjala también este año hasta que cave a su alrededor y eche estiércol, por si produce fruto; si no, ya la cortarás» (Lc 13,8-9). Como la viña, a veces puede parecer que algunas personas no dan fruto. Procuramos ayudarlas a que maduren, estimulándolas a abandonar ciertos hábitos o defectos, adquirir las virtudes o seguir unas buenas prácticas. Pero a pesar de nuestro empeño, tal vez comprobamos que el otro no reacciona al ritmo que nos gustaría. Entonces nuestra primera reacción quizá se asemeja a la del hombre de la parábola: no tiene sentido seguir intentándolo.


En esos momentos, podemos recordar que uno de los primeros rasgos que san Pablo enumera de la caridad es la paciencia (cfr. 1Co 13,4). Cuando no vemos esos frutos que esperábamos podemos amar de una manera auténtica. De hecho, se asemeja al amor que Dios nos tiene y que otras personas –en especial nuestros padres y educadores– han tenido con nosotros. Saber que el Señor y los demás nos dirigen una mirada paciente nos impulsa «a ser comprensivos con los demás, persuadidos de que las almas, como el buen vino, se mejoran con el tiempo»[1]. No se madura de un día para otro. Se trata de un proceso que dura años y que necesita, para desarrollarse, del amor paciente del viñador. «La gracia actúa, de ordinario, como la naturaleza: por grados. –No podemos propiamente adelantarnos a la acción de la gracia: pero, en lo que de nosotros depende, hemos de preparar el terreno y cooperar, cuando Dios nos la concede. (...) La gracia, normalmente, sigue sus horas, y no gusta de violencias. Fomenta tus santas impaciencias…, pero no me pierdas la paciencia»[2].


LA VIRTUD de la paciencia también se refiere a la manera en que nos miramos a nosotros mismos. Puede haber épocas en las que nos impacientemos porque nuestra lucha resulte estéril. Aunque intentamos crecer en una virtud o procuramos arrancar un vicio, puede suceder que percibamos que nuestros esfuerzos no producen ningún fruto visible. De nuevo puede ser de ayuda considerar que el Señor nos mira como el viñador de la parábola. «Dios, ante nuestra infidelidad, se muestra “lento a la cólera” (cfr. Ex 34,6; cfr. Nm 14,18): en lugar de desatar su cólera ante el mal y el pecado del hombre, se revela más grande, dispuesto cada vez a recomenzar con infinita paciencia»[3].


Las propias debilidades, cuando se reconocen con humildad y se lucha sinceramente por arrancarlas, pueden ser como el abono que hace crecer a las plantas. Efectivamente, no resultan muy agradables, y nos pueden dar la impresión de que no hay ningún fruto en la viña de nuestra vida. Pero si continuamos trabajando el terreno pacientemente, confiando en que la gracia de Dios acompaña nuestro esfuerzo, tarde o temprano crecerán brotes verdes. Ciertamente, esto no significa que llegará un momento en que desaparecerán todas nuestras fragilidades. Pero junto al abono presente en la viña, abundarán también los árboles llenos de frutos.


«En las batallas del alma –comentaba san Josemaría–, la estrategia muchas veces es cuestión de tiempo, de aplicar el remedio conveniente, con paciencia, con tozudez. Aumentad los actos de esperanza. Os recuerdo que sufriréis derrotas, o que pasaréis por altibajos –Dios permita que sean imperceptibles– en vuestra vida interior, porque nadie anda libre de esos percances. Pero el Señor, que es omnipotente y misericordioso, nos ha concedido los medios idóneos para vencer. Basta que los empleemos, como os comentaba antes, con la resolución de comenzar y recomenzar en cada momento, si fuera preciso»[4].


EL RITMO de vida que a veces se lleva en el día a día no siempre es propicio para la virtud de la paciencia. Lo que años atrás implicaba grandes cantidades de tiempo –comunicaciones, desplazamientos, trabajos…– se puede conseguir ahora de forma casi inmediata. Por eso, quizá puede suceder que apliquemos la misma lógica ante algo que nos contraría: buscamos algo que acabe rápidamente con ese sufrimiento. «Necesitamos la paciencia como la “vitamina esencial” para salir adelante, pero instintivamente nos impacientamos y respondemos al mal con el mal: es difícil mantener la calma, controlar nuestros instintos, refrenar las malas respuestas, aplacar las peleas y los conflictos en la familia, en el trabajo, en la comunidad cristiana»[5]. La impaciencia a veces nos lleva a hacer lo que realmente no deseamos, como por ejemplo tratar de forma incorrecta a alguien o caer en un vicio, pensando que esa es la mejor manera de acabar con un problema. Después, sin embargo, recuperamos la perspectiva y nos damos cuenta de que las circunstancias nos empujaron con fuerza a obrar de esa manera.


La paciencia es un rasgo de la personalidad madura y libre: permite superar las frustraciones y mirar el futuro con esperanza. Pero es, sobre todo, un fruto del Espíritu Santo (cfr. Ga 5,22) que él nos concede si se lo pedimos. Y es, además, la respuesta que dio Jesús ante los sufrimientos de la Pasión. «Con docilidad y mansedumbre acepta ser abofeteado y condenado injustamente; ante Pilato no recrimina; soporta los insultos, los salivazos y la flagelación a manos de los soldados; carga con el peso de la cruz; perdona a quienes lo clavan al madero; y en la cruz no responde a las provocaciones, sino que ofrece misericordia»[6]. El Señor acogió el dolor con una paciencia «que es fruto de un amor más grande»[7]. La Virgen María tampoco huyó de la cruz. Podemos pedirle que nos ayude a acoger con paciencia las luchas de cada día, sabiendo que esta virtud «es mejor que la fuerza de un héroe» (Pr 16,32).