"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

27 de octubre de 2024

PURIFICAR LA MIRADA

 



Evangelio (Mc 10,46-52)


Llegan a Jericó. Y cuando salía él de Jericó con sus discípulos y una gran multitud, un ciego, Bartimeo, el hijo de Timeo, estaba sentado al lado del camino pidiendo limosna. Y al oír que era Jesús Nazareno, comenzó a decir a gritos: - ¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!


Y muchos le reprendían para que se callara. Pero él gritaba mucho más: - ¡Hijo de David, ten piedad de mí!


Se paró Jesús y dijo: - Llamadle. Llamaron al ciego diciéndole: - ¡Ánimo!, levántate, te llama.


Él, arrojando su manto, dio un salto y se acercó a Jesús. Jesús le preguntó: - ¿Qué quieres que te haga? - Rabboni, que vea - le respondió el ciego.


Entonces Jesús le dijo: - Anda, tu fe te ha salvado. Y al instante recobró la vista. Y le seguía por el camino.




PARA TU RATO DE ORACION 


BARTIMEO es ciego y suele pasar los días «sentado al lado del camino pidiendo limosna» (Mc 10,46). Podemos suponer que su vida es más bien monótona. Su ceguera le ha hecho desarrollar el oído. Aunque no ve, probablemente puede reconocer cómo es la actitud de las personas que pasan junto a él. Quizá está acostumbrado a la indiferencia de los viandantes, y por eso se mostraría más agradecido cuando alguien se detiene para darle unas monedas y hablar con él.


Un día sucedió algo que se salió de la normalidad. El ir y venir de la gente era mayor que de costumbre. Cuando Bartimeo supo que el motivo de ese ajetreo era la llegada del Señor, se emocionó. Seguramente había oído hablar de los milagros que había realizado, y estaba convencido de que era el Mesías esperado. Por eso comenzó a llamarle a gritos: «¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!». Y aunque muchos de los allí presentes «le reprendían para que se callara», él seguía exclamando con más fuerza: «¡Hijo de David, ten piedad de mí!». Su intervención surtió efecto: Cristo se paró, lo mandó llamar y le preguntó qué quería (cfr. (Mc 10,47-50).


Era fácil intuir lo que pedía Bartimeo. Sin embargo, el Señor «da tiempo a la escucha. Este es el primer paso para facilitar el camino de la fe: escuchar. (...) Por el contrario, muchos de los que estaban con Jesús imprecaban a Bartimeo para que se callara. Para estos discípulos, el necesitado era una molestia en el camino, un imprevisto en el programa predeterminado. Preferían sus tiempos a los del Maestro, sus palabras en lugar de escuchar a los demás: seguían a Jesús, pero lo que tenían en mente eran sus propios planes»[1]. En este rato de oración, podemos pedir al Señor que nos ayude a pararnos ante los bartimeos de nuestra vida; esas personas, conocidas o no, que reclaman de nosotros un poco de atención, cariño y ayuda.


«ANDA, tu fe te ha salvado» (Mc 10,52). Con estas palabras, Bartimeo recobró al instante su vista. Los relatos evangélicos nos muestran muchos milagros de Jesús que, como el de este pasaje, están relacionados con los sentidos: sordos que recuperan la escucha, mudos que pueden hablar, paralíticos que vuelven a moverse... Estos prodigios eran un signo de la llegada del Mesías, y su significado iba más allá de la curación física: Jesús está anunciando una nueva realidad que no estaría marcada por el pecado. Pero para poder percibirla es necesario que todos renueven sus sentidos, no solo los enfermos. Muchos de los contemporáneos del Señor escuchaban sus discursos y veían sus milagros, pero se negaban a acoger su mensaje de salvación por la ceguera de sus corazones.


También hoy Jesús está dispuesto a curar nuestros sentidos para que reconozcamos esa nueva realidad. En efecto, nuestro día a día encierra una belleza que no siempre está visible a los propios ojos. El trabajo, el cuidado de la propia familia, las prácticas de piedad, el servicio a los demás, el descanso… Todo eso puede adquirir una «vibración de eternidad»[2]cuando se realiza por amor y con sentido sobrenatural. Procurar ver con los ojos de Cristo nos libera de una relación violenta con la realidad y con las personas, ya que buscamos entrar en sintonía con su amor omnipotente: percibimos cada instante como una oportunidad para dar gloria a Dios. Cuando en una ocasión preguntaron a san Josemaría cómo reaccionar cristianamente ante los problemas diarios, el fundador del Opus Dei señaló que la vida de oración ayuda a mirar las cosas de manera distinta a como lo haríamos sin aquella unión íntima con el Señor: «Tenemos un criterio de otro estilo; vemos las cosas con los ojos de un alma que está pensando en la eternidad y en el amor de Dios, también eterno»[3].


COMO Bartimeo, también nosotros podemos pedir a Jesús que cure nuestra vista. Puede ocurrir que quizá tengamos una mirada que juzga, lo que lleva a fijarse únicamente en los defectos de los demás y a etiquetarles; en ocasiones se puede tratar de una mirada posesiva, que lleva a cosificar al otro o a la otra, aceptando solo los aspectos que parecen positivos para el propio provecho. En ambos casos, la vista se queda en la superficie de las personas. Sin embargo, Jesús «mira siempre a cada uno con misericordia, es más, con predilección»[4].


La forma en que miramos a los demás depende, en parte, de nuestro mundo interior. En efecto, todos tenemos dentro de nosotros un conjunto de deseos, afectos e ilusiones que marcan nuestra relación con el mundo y con las personas. Cuando estas potencias se van purificando progresivamente por la gracia y se encuentran alineadas con la propia identidad, entonces desarrollamos una capacidad para conectar y disfrutar más con todo lo hermoso, lo noble, lo genuinamente divertido; aprendemos a gozar de las pequeñas cosas de la vida y de las relaciones con quienes nos rodean. Y saboreamos, por encima de todo, la grandeza de un amor que no entiende de barreras y que dilata nuestro corazón hasta límites insospechados.


«Si el amor de Dios ha echado raíces profundas en una persona, esta es capaz de amar también a quien no lo merece, como precisamente hace Dios respecto a nosotros. El padre y la madre no aman a sus hijos solo cuando lo merecen: les aman siempre, aunque naturalmente les señalan cuándo se equivocan. De Dios aprendemos a querer siempre y solo el bien y jamás el mal. Aprendemos a mirar al otro no solo con nuestros ojos, sino con la mirada de Dios, que es la mirada de Jesucristo»[5]. Podemos pedir a la Virgen María que purifique nuestro corazón, para que sepamos mirar a los demás con los ojos de su Hijo.